La
primera vez fue sin querer, lo juro. Fue con una viejecita del barrio, muy
amable y simpática, en las escaleras del parque, las que bordean el estanque.
Yo venía de trabajar y era muy tarde, sobre las diez de la noche; ella estaba
en lo alto de la escalera, preparándose para bajar, decidiendo qué pie usaba
primero; yo venía corriendo porque era viernes, había quedado con un tío
guapísimo y sólo tenía una hora para prepararme. No vi ni la piedra ni a la
vieja hasta que fue demasiado tarde. Tropecé con la piedra, trastabillé,
adelanté las manos para agarrarme a algo y éstas tropezaron con la vieja, que
cayó rodando por las escaleras sin hacer casi ruido.
Ahí
me di cuenta de lo fácil que puede llegar a ser matar.
Me
largué de allí echando leches, me fui a mi casa, me fumé un porro -para
tranquilizarme- y tuve mi cita -un éxito, por cierto; cachas y complaciente...
Cuando
pasaron los días y nadie vino a por mí, me sentí terriblemente aliviada y
cuando oí en el mercado que habían declarado el incidente como un desagradable
accidente, casi empiezo a dar saltos de alegría.
Lo
curioso del caso, para mí, fue que no tuve ni el mas mínimo remordimiento y que
seguí durmiendo cada noche como un lirón.
Durante
un tiempo pensé que todo había vuelto a la normalidad y que mi vida seguiría
igual que antes, pero me equivoqué. La muerte de la vieja había despertado una
bestia que anidaba en mi interior y pronto empezó a reclamar más.
Mi
segunda muerte accidental fue seis meses después. Estaba en la estación de
metro que hay al lado de mi casa; ocho de la mañana, el andén a rebosar...
Delante de mí vi a uno de mis vecinos, un gilipollas que no paraba de quejarse
de mi perro; estaba dos personas por delante y te juro que apenas fui
consciente cuando mi brazo se estiró y mi mano lo empujó a la vía justo en el
momento en que pasaba el tren. Me fui de allí aprovechando la histeria
colectiva sin ver el resultado de mi acto; después supe, por las noticias, que
había quedado hecho papilla y que las sospechas de la policía apuntaban a un
suicidio. Nadie me había visto empujarle, ni siquiera las cámaras de seguridad
que yo no sabía que había. Una suerte, ¿no?
Esas
fueron mis dos primeras víctimas. Han pasado muchos años desde entonces, y te
aseguro que con cada muerte que hubo después, mi arte se ha ido refinando hasta
convertirme en una verdadera maestra, en un genio. Veintisiete muertes son las
que tengo en mi haber, todas declaradas como "accidente". ¿No es una
maravilla?
diosssssssss, que frialdad!!!!
ResponderEliminarNo, no te lo digo por ti, por ti todo lo contrario, sino por la protagonista del relato...Los hago tan reales en mi imaginacion que esas fueron mis tres palabras cuando lo acabe.
Un bs
He de admitir que esta protagonista, hasta a mi me dio miedo jajajajjajaja Y más al preguntarme si es cierto aquello que dicen que, todos los personajes creados por un escritor, tienen algo de sí mismos... Espero sinceramente que ese axioma no sea cierto. ;D
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