El blog de D.W. Nichols Autora de novela romántica y erótica

jueves, 30 de abril de 2015

Una de cine y TV #5


Acabo de llegar del cine de ver Los Vengadores: la era de Ultrón, y no puedo esperar a dar mi opinión, así que... vayamos con las últimas pelis que he visto.





El increíble Hulk


Qué cosa más aburrida. Ni la presencia de Edward Norton y Tim Roth logran salvarla.



Resident evil: la maldición



Pasable si eres fan de la saga, aunque no aporta nada nuevo a la historia. Entretenida sin más.


Los vengadores: la era de Ultrón


Buenísima, espectacular, divertida, con el toque de  justo dramatismo... Me lo he pasado como una enana en el cine. viéndola. Sólo hay una cosa que no me ha gustado, y es que SPOOOOILER al final muriera el gemelo. Además, ese final final, ¿significa que en la próxima entrega no saldrán ni Hawkeye, Hulk o Ironman? ¿En serio? Porque si es así, perderá toda la gracia... En cambio, el romance entre la Viuda y Banner essssssssss ¡ains! que monooooos FIN SPOILEEER
Resumiendo: estoy esperando la próxima peli Marvel con muchas ganas. ¿Qué héroe tocará?







La viuda alegre, primer capítulo

CAPÍTULO UNO


Harriet no podía creerlo. Estaba ante la tumba de Percy Allister, su marido, mientras el párroco hablaba y hablaba sobre la resurrección, el polvo y la carne, y se repetía una y otra vez que todo aquello no era más que una pesadilla. Pero no era así. Lo constató cuando miró a su alrededor tras el velo negro que le cubría el rostro, y vio los ojos enrojecidos por el llanto de su suegra y la cara circunspecta de su cuñado.
Su marido estaba muerto. Y ella estaba muy enfadada con él.
Se lo había repetido muchas veces a lo largo de los cinco años que habían estado casados, pero él nunca la escuchó. Su marido tenía una obsesión insana con las apuestas y las alocadas carreras de curricle[i], y no podía evitar dejarse embaucar por sus amigos una y otra vez. Ella temía que un día ocurriera una desgracia en una de esas irreflexivas competiciones, como así había sido, y le pedía, suplicaba, que no volviera a hacerlo porque no soportaría perderlo. Cuando él estaba de buen humor se reía y le replicaba que no tenía previsto morirse joven, y cuando estaba malhumorado se enfadaba con ella porque, decía, parecía una vieja aburrida.
Era en esos momentos que se preguntaba por qué se había casado con ella. Nunca había sido una belleza, ni era especialmente inteligente o ingeniosa. No tenía nada que ver con las damas con las que él había confraternizado hasta el día en que la vio, en la fiesta de lady Osborn, escondida detrás de uno de los enormes helechos que decoraban el salón de baile aquel día, aterrada en su primera temporada. Era una señorita de campo, hija de un baronet con dote modesta, y solo estaba allí gracias a la generosidad de su madrina, lady Penford, amiga de la infancia de su madre, que la había acogido bajo su ala y la llevaba a todas las fiestas glamurosas de la alta sociedad.
Pero Percy la había sacado a bailar y se había enamorado de ella. O eso decía, porque en esos momentos ya no estaba tan segura.
Percy era el hijo segundo del conde de Hortbock, un vividor y libertino que con veinticinco años ya se había ganado una gran reputación como rompe corazones, y fue por eso que ella, siempre realista, intentó por todos los medios mantenerse distanciada de él. Pero por lo visto, su actitud fría y distante lo cautivó en lugar de alejarlo, y a los tres meses se declaró y la pidió formalmente en matrimonio. Ella aceptó, por supuesto, ya que su pragmatismo no había impedido que cayera rendida a sus pies, tontamente enamorada.
Solo tenía diecisiete años entonces, y ahora, con veintidós, ya era viuda.
El párroco terminó de hablar sin que ella se diera cuenta y su cuñado, Mitchell Allister, lord Greencastle y actual conde de Hortbock, la cogió del brazo y tiró delicadamente de ella hasta el coche de caballos que los estaba esperando a los tres. Subió sin pronunciar palabra.
Se apartó el velo del rostro y miró por la ventana. Lo único que flotaba en el aire eran los sollozos de la condesa viuda, que de vez en cuando le dirigía miradas de reproche como si la culpara por la pérdida de su hijo. Ella la observaba de soslayo, no atreviéndose a enfrentar la mirada acusatoria de esos ojos pardos.
La condesa viuda tenía el rostro más ceniciento de lo normal, y sus mejillas regordetas habían perdido gracia y frescura. El pelo castaño estaba oculto por el sombrerito y el velo, que también había apartado al subir al carruaje. Puso las manos sobre el regazo y tiró disimuladamente del corpiño que ocultaba el corsé, que siempre se hacía apretar más de la cuenta para disimular los quilos que había engordado en los últimos años.
Miró al único hijo que le quedaba e intentó decir algo, pero el conde la atajó con un «ahora no, madre», que la obligó a apretar la mandíbula con fuerza, airada.
Harriet también miró a su cuñado. ¡Era tan diferente de su difunto Percy! A veces se había llegado a preguntar cómo podían ser hermanos, si casi no se parecían. Mientras su marido había sido de complexión delgada y facciones suaves, casi aniñadas, Mitchell era todo lo contrario. Tenía una espalda ancha, con hombros poderosos que parecían que, si se lo proponía, podría romper la chaqueta con solo tensarlos; y unos brazos gruesos de músculos tan marcados que podían adivinarse fácilmente por debajo de la ropa. Parecía un antiguo guerrero de pelo oscuro como la noche y mirada clara como el día, o quizá un antiguo dios Griego con la mandíbula enérgica y la nariz patricia.
Pero lo mejor de Mitchell era su ternura, y su afán por protegerla como si de su hermana pequeña se tratara. Siempre había podido contar con él.

Llegaron a la mansión y se dispuso a soportar lo que restaba del día. Los asistentes al entierro fueron uno a uno a darles el pésame, y a hablarles maravillas del muerto. Ella tenía ganas de chillar y decirles que no hablaran tan bien de un hombre que había sido un irresponsable y un egoísta, cuya tendencia a las locuras lo había llevado bajo tierra.
Finalmente todos se fueron y se quedaron solos, el conde, la condesa viuda y ella.
—¿Qué piensas hacer ahora, Harriet? —le preguntó lady Greencastle con un tono casi insolente.
—¡Madre! —la regañó Mitchell—. Se quedará aquí, por supuesto, como hasta ahora.
La miró esperando su asentimiento, pero Harriet no estaba muy segura de querer quedarse. Aquella casa le traía demasiados recuerdos, buenos y malos, y no sabía si iba a tener la fortaleza de recorrerla. Estaba enfadada con su marido, sí, por haber arriesgado y perdido su vida de forma tan estúpida, pero eso no quería decir que todos los recuerdos no le desgarrasen el alma: había amado a Percy más que a su propia vida, y lo veía en cada esquina, cada estancia, cada... Ni siquiera era capaz de dormir por la noche en la cama que habían compartido, y donde le había hecho el amor tantas y tantas veces. Llevaba durmiendo en el sofá de su vestidor desde el mismo día en que le anunciaron su muerte.
—No lo sé, Mitchell —contestó con voz cansada—. Ahora mismo soy incapaz de pensar.
—No tienes que pensar nada —replicó él—. Te quedas y no hay más que hablar. Cuando te casaste con Percy, nuestro padre te dijo que esta sería siempre tu casa, y no era una metáfora. ¿O quieres regresar a la casa de Londres?
La casa de Londres, en la que Percy se refugiaba cada vez que discutían, algo que era a menudo en los últimos dos años. Por supuesto que no quería ir allí. Odiaba Londres, su bullicio y el olor agrio del aire, incluso en las zonas más ricas. Percy bromeaba diciendo que tenía nariz de sabueso por lo fino que era su olfato, y ella se reía con la ocurrencia. En los dos últimos años no había reído mucho.
—No quiero ir a Londres.
—Entonces no hay nada más que hablar. Te quedas aquí.
—Entonces seré yo quién se irá —siseó la condesa viuda. Harriet la miró horrorizada y Mitchell ahogó una exclamación—. No sé de qué os sorprendéis —siguió con acritud—. Nunca me gustaste, Harriet. Mi hijo necesitaba una mujer más fuerte, capaz de atarle en corto, no una muchachita de provincias insulsa y sin sentido del humor que no supo hacerle feliz.
—¡Madre! ¡Basta! —exclamó Mitchell con los ojos ardiendo en llamas azuladas por la rabia que estaba sintiendo en ese momento.
—¡Es la verdad! —replicó lady Greencastle levantando la barbilla con altivez, no dejándose amedrentar por el estallido de su hijo mayor—. Percy está muerto y ella ha tenido la culpa. Ni siquiera ha sido capaz de darle un hijo en cinco años.
Harriet se levantó, trastornada por aquellas palabras, y salió corriendo del salón. Toda la culpabilidad que no quería admitir le estaba descuartizando el corazón. Sentía que los sollozos se estaban abriendo paso por la garganta, pero se negó en redondo a liberarlos. No iba a darle a la bruja de su suegra la satisfacción de verla totalmente hundida por culpa de sus palabras.
Cerró la puerta y se quedó en el pasillo, con la cabeza apoyada sobre la madera de roble. No quería escuchar, pero tampoco podía dar un paso más. La cabeza le daba vueltas y las piernas le temblaban, y estaba segura que si intentaba caminar, caería al suelo como la mujer débil y vulnerable que sentía que era.
Y escuchó sin querer.
—Has sido injusta con ella —dijo Mitchell—. Sabes perfectamente que Percy era ingobernable, siempre lo fue. Y la cuestión de los hijos… era Percy quién no podía engendrar.
—Eso no lo sabemos —contestó airada su madre, removiéndose en el asiento.
—Sí lo sabemos, mamá —replicó, furioso—. Cuando cayó enfermo con paperas a los quince años, el médico os advirtió que era posible que quedase estéril. Pero tú nunca lo has aceptado.
Harriet no pudo seguir escuchando. El defecto era de Percy. Dos años había estado mortificándose y echándose la culpa, pensando que estaba seca por dentro. Dos años llorando a mares cada vez que le venía la menstruación. Dos años sintiéndose una inútil, buscando el consuelo y la comprensión de él, sabiendo que le había fallado. Dos años oyéndole decir, de forma paternalista, que no se preocupara, que no pasaba nada, consolándola con flores y regalos… y la culpa era de él, y lo sabía. Nunca lo había confesado, ni siquiera en los últimos meses, cuando ella se veía caer en el negro pozo de la melancolía a consecuencia de su esterilidad. Ni siquiera entonces, cuando entraba en los períodos de tristeza que la hacían llorar por cualquier cosa, se molestó en confesarlo.
Subió corriendo las escaleras. La debilidad había sido sustituida por una furia que le daba las fuerzas y las energías que necesitaba para hacer lo que tanto deseaba. Tenía que salir de aquella casa cuanto antes. Regresaría a casa de su padre y no volvería a poner los pies fuera de allí.
Media hora más tarde, Mitchell llamó a la puerta de su dormitorio. La encontró ayudando a Mary, su doncella, a hacer el equipaje.
—¿Qué haces? —preguntó sorprendido.
—Es evidente, Mitchell. Me voy.
Él le hizo un gesto a la doncella, que se apresuró a abandonar la habitación.
—Si es por lo que ha dicho mamá, sabes que ha hablado su dolor, que en el fondo te aprecia.
—Tu madre me odia. Siempre lo ha hecho. Quería a una rica heredera para Percy, pero me obtuvo a mí. Nunca me ha perdonado que me cruzara en su camino.
La rabia en su voz hizo que Mitchell reaccionara como si le hubiera dado un bofetón en pleno rostro, y dio un paso atrás. Allí no estaba la Harriet dulce a la que estaba acostumbrado, sino una mujer que se sentía traicionada y herida en lo más profundo de su orgullo.
—Pero esta no es la casa de mi madre, sino la mía. No tienes por qué irte.
—No puedo quedarme en un lugar en el que… —Estuvo a punto de decir, en un lugar en el que todo el mundo me miente—. En el que no se me quiere, Mitchell. Mi padre estará encantado de acogerme en su casa. Desde que mi hermana se casó, se siente muy solo y no hace más que escribirme cartas pidiéndome que vaya a verle. Además, tarde o temprano tú te casarás, y tu esposa no querrá a una cuñada por en medio, estorbando. Ya tendrá bastante con tu madre.
La voz de Harriet sonaba amargada, y Mitchell se preguntó hasta qué punto había sido infeliz en su matrimonio. Amaba a Percy, de eso estaba seguro, y Percy a ella, pero su hermano había sido un irresponsable toda la vida, hasta el día de su muerte.
—Percy te quería. —No supo por qué lo había dicho, pero quería que ella estuviera segura del amor de su hermano.
—No lo suficiente —contestó ella, enfurecida—. No lo suficiente. Si me hubiera amado la mitad que yo a él, habría dejado de meterse en problemas. Habría dejado de lado las carreras de curricle y las apuestas. Pero sobre todo —casi gritó—, sobre todo, me habría dicho que si no podíamos tener hijos, el problema era suyo, y no mío. Pero he tenido que enterarme ahora, después de su muerte, y solo porque he tenido la desfachatez de apoyarme en la puerta al salir del salón y oírlo por casualidad. —Lo miró directamente a los ojos, y vio que él estaba avergonzado y no se atrevía a repicarle—. No me lo habrías dicho, ¿verdad? Habrías dejado que siguiera creyendo que la culpa era mía.
—Cuando Percy vivía, no me correspondía a mí decírtelo. Y ahora que está muerto, no tiene ninguna importancia.
—¡¿Qué no tiene importancia?! Solo tengo veintidós años, Mitchell. ¿Crees que no voy a querer casarme de nuevo cuando pase mi periodo de luto? ¿Crees que la vida ya ha acabado para mí?
Lo miró con los ojos brillantes por la furia, enfocándolo como si fuese una diana y ella una pistola a punto de ser disparada.
—Ni siquiera pensé que te lo habías planteado —confesó.
—Ya. Creíste que iba a pasar el resto de mi vida llorando a mi marido muerto, un marido al que yo le importaba tanto que se mató en una estúpida carrera para ganar una estúpida apuesta. —Estuvo un rato callada, mirándolo fijamente. Él se sintió desmenuzado e incómodo—. ¿Qué más cosas me ocultaste, Mitchell? Porque hay más, lo veo en tu mirada.
Mitchell no contestó. Se limitó a mirarla con seriedad, rezando porque ella no se diera cuenta que en esos momentos odiaba estar en esta situación y que daría cualquier cosa por poder escapar.
—No es necesario que digas nada. Alcohol y mujeres, ¿verdad? Además de las interminables apuestas. Supongo que eso es lo que hacía cuando huía de mí y se refugiaba en Londres. —Se rio con amargura—. Porqué no me sorprende...
—Harriet...
—No. No te atrevas a sentir lástima por mí. Ya he tenido suficiente estos últimos años.
—Está bien —claudicó Mitchell al final—. Puedes coger el carruaje, y no te preocupes por el dinero. Tendrás la misma asignación que tendría mi hermano, y si decides casarte, estableceré para ti una dote lo suficientemente alta como para que puedas escoger marido sin limitaciones. Al fin y al cabo, te convertiste en mi hermana el día que te casaste con Percy.
Harriet no replicó. Ese dinero le iría muy bien a su padre. Con la larga enfermedad que había padecido su madre hasta morir, y las dotes de sus dos hijas, sus arcas se habían quedado bastante menguadas.
—Muchas gracias, Mitchell. Eres muy generoso.
El conde de Hortbock cabeceó antes de dar media vuelta y salir de allí.
Bajó por las escaleras con el corazón encogido y salió de la mansión para dirigirse a las caballerizas. Necesitaba cabalgar, salir del ambiente asfixiante de la mansión, y recapacitar.
Lo que sentía por Harriet no estaba bien. La amaba con desesperación. Se había enamorado de ella poco a poco, viendo toda la ternura y el amor que le dedicaba a su hermano. La sencillez de su carácter, sin orgullo mal entendido, ni envidia, ni rencores; era una mujer con el corazón noble, que siempre había tenido una palabra amable para todo el mundo, que llevó su sufrimiento con dignidad aun cuando el pensar que no podía tener hijos la estaba carcomiendo por dentro.
Se sentía sucio  e innoble por haberle ocultado algo tan importante, a pesar de las veces que discutió con su hermano para convencerlo que se lo contara. Ella tenía razón: Percy no la había amado lo suficiente, su inmadurez y las ganas de divertirse y de huir de las responsabilidades eran más importantes que el amor de su esposa. Y mientras, él se había resignado a observarla y a amarla desde lejos, imaginando que aquella devoción estaba dirigida a él y no a Percy, soñando con ella durante las largas noches, sintiéndose un traidor a su hermano por desear que su esposa estuviese en su propia cama y no en la de un hombre que no la merecía, y que no sabía hacerla feliz.
Y ahora iba a marcharse de Hortbock House para siempre, y su relación dejaría de existir, pues ya no había lazos que los atasen y que la retuviesen cerca de él. No volvería a verla, y eso le hacía pedazos el alma y el corazón.




[i] Curricle o carruaje de dos caballos: Era el coche de carreras de la época de regencia. Tenía dos ruedas y una capota, y pronto se convirtió en el coche de moda de los jóvenes por la ciudad. Era ideal para demostrar las habilidades «conductoras» y los caballos conjuntados. En la época victoriana, se sustituyó por el cabriolé, que era más barato y solamente necesitaba de un caballo, manteniendo la misma velocidad.


martes, 28 de abril de 2015

Reto Goodreads 2015 | Abril

Hoy he de hacer algo que no me gusta ni suelo hacer, y es valorar negativamente una de mis lecturas. No suelo hacerlo porque cuando un libro no me está gustando, no me engancha, y si no me engancha, no lo termino y lo dejo para empezar otro; por lo tanto, no me parece justo elaborar una opinión sobre una novela que no he terminado de leer. Pero el caso de hoy es especial porque, a pesar de los errores y fallos que le he encontrado, la historia me ha gustado y me ha enganchado desde el principio, pero no puedo valorarla positivamente precisamente por los errores que tiene. ¿Vamos con ella?





La bestia de las montañas | M.A. Petersen

Empezaremos por las cosas buenas, que las tiene. La historia es de aquellas que me enganchan, con un protagonista que se hace el duro por el dolor que ha sufrido en el pasado, pero cuya coraza va cayendo a lo largo de la historia y se descubre un hombre tierno y maravilloso. Los giros que da la historia sorprenden y me mantuvieron enganchada hasta la conclusión.
Pero ahora vamos con las cosas malas. La primera es la edición, que es muy mejorable, partiendo por los guiones y otros errores que dañan la uniformidad visual del manuscrito.
Además, hay algunos párrafos que he tenido que leer dos veces para poder comprender lo que estaba leyendo, y no tiene nada que ver con el uso de modismos latinos, sino con la construcción de estos párrafos.
Pero lo que realmente ha hecho que decidiera darle solo dos estrellas, es el hecho que no hay ni un solo inciso en ningún diálogo en toda la novela. Es más, hay momentos en que el narrador nos está explicando qué están haciendo los personajes A y B, y de repente, sin introducción ni previo aviso, empieza un dialogo larguísimo entre otros dos (o más) personajes, llamémosles X y Z, sin que se nos cuente quiénes son, ni dónde están, ni qué están haciendo. Tuve que ir adivinado a medida que leía, algo que hizo que la fluidez que, supongo, la autora pretendía conseguir no usando los incisos, se convirtiera en una lectura tediosa, pesada y complicada.
Es una verdadera pena, porque ya digo que la historia vale la pena. 





Canción de cuna rota | Asia Lafant


He tenido el placer de leerla antes de su publicación, y la recomiendo totalmente. Las dos caras del amor, por un lado el egoísta, manipulador y dañino; por el otro, el generoso, tierno y auténtico. Una historia estremecedora de principio a fin, inquietante en muchos sentidos.





Esclava victoriana | Sophie West

Decir que la historia es dura, sería el eufemismo del año ( la autora ya advierte en la sinopsis que no es apta para mentes sensibles). Malcolm es uno de esos personajes que odias profundamente, pero que poco a poco, al ir conociendo lo que hay tras él, acabas cogiéndole cariño. Eso sí, de encontrármelo en la vida real, la patada en los huevos no se la quita nadie. La recomiendo si te gustan las historias BDSM.








Un caballero galante | Anne Gracie


Mira que no suelen gustarme las novelas románticas blancas, pero esta me ha encantado. Será por la personalidad de la protagonista, deslenguada y muy fuerte; o porque me van los protagonistas «tullidos» (¿quién puede resistirse a una cojera, o a una cicatriz en el rostro? Y Jack tiene las dos cosas...). La cuestión es que, a pesar que Anne Gracie no es una de mis autoras favoritas, esta novela la he disfrutado muchísimo, y leído de un tirón.





El beso perfecto | Anne Gracie


Una historia de regencia llena de enredos, divertida a veces, poco creíble lotras. Me hubiera gustado que Dominic se hubiese resistido más a cambiar, o que el conflicto que los separaba fuera algo más que las ganas de venganza de él. De todos modos, es una novela entretenida para pasar el rato.




Y llegaste tú | Elizabeth da Silva


Una historia muy emotiva y tierna, llena de sentimiento. Está muy bien trabajada, y a pesar de la cantidad de personajes que aparecen, cada uno con su propia historia, en ningún momento se hace pesada o liosa. Te enamoras de cada uno de ellos, excepto de algunos que no se merecen ni amor ni comprensión. Felipe me ha llegado al corazón, quizá, más que ninguno por el dilema tan doloroso al que se enfrenta diariamente. Y los hermanos Alcalá... Paolo, Mario, Bruno, si existen hombres así, yo quiero uno jajajajajjjajajja





Irresistible | Kattie Black

(Entregas 1 y 2. La 3 estará en el resumen del mes que viene).

Brutal, arrolladora, emocionante, magnífica... Dos personajes con un carácter endemoniado, enfrentados al deseo que sienten el uno por el otro. Erótica de la buena buena, de la que no os dejará indiferente.
Aviso: Por dios, no la leáis en un lugar público, vuestras reacciones pueden ser muy incómodas y vergonzosas para vosotras...






Trilogía Sin aliento | Maya Banks


Quizá no es de rigor hacer una reseña conjunta de tres novelas, aún siendo trilogía, sobre todo porque cada uno de sus volúmenes tienen protagonistas diferentes, pero no veo por qué he de hacerlo por separado cuando a los tres les daré la misma puntuación y diré de ellos más o menos lo mismo. 
Entretenidos, sugerentes, son exactamente lo que esperaba de ellos, ni más ni menos. Mucho sexo, emociones a flor de piel, y una historia que liga escena de sexo con escena de sexo. Si te gusta la erótica, te gustarán. Si no, más vale que ni empieces a leerlos.



lunes, 27 de abril de 2015

Ailofiu, una antología LGBTI solidaria

AILOFIU, así se titula la antología solidaria que Fabián Vázquez, escritor y editor en la editorial Khabox, ha organizado en poco menos de dos meses y que se presentó públicamente el pasado 23 de abril en el hotel Romántic de Sitges, junto a 13 Flechas, la novela multiautor de LCDE.

¿Qué es AILOFIU?

Para empezar, el título, por si no te has dado cuenta, es la fonética de I love you, esas palabras maravillosas que no saben de género ni condición. O se quiere, o no se quiere, y cuando se ama, lo demás no debería importar, ¿no?

AILOFIU es una antología solidaria, pues todos los beneficios obtenidos irán a la Federación LGBTI española. ¿Qué por qué? Porque cumplen con un trabajo encomiable, luchando para la normalización en nuestro país, y todos los fondos que podamos conseguirles no podrá pagar todo el trabajo que hacen.

¿Qué puedes encontrar en esta antología?

Relatos escritos por trece autores diferentes, entre los que yo me encuentro, que hablan de AMOR, así, en mayúsculas. ¿Y qué importa que este amor no sea entre hombre y mujer?

Son trece relatos maravillosos que te harán sufrir, reír, emocionar, y, sobre todo, te harán pensar.

Nunca digas no a un lobo feroz – Úrsula Brennan
El mejor posado – Pepa Fraile
Los ojos de la reina – Sofía Olguín
Único – Eme San
Un Sant Jordi con Amor – D.W. Nichols
El rosal – C.M. Zamora
La mascara del sueño eterno – Judit Caro
Amor… Una paleta de colores – Elizabeth da Silva
Una nebulosa roja mas allá de Pandora – Hendelie
Un encuentro no tan casual – Gaby Franz
Sin previo aviso – Fabián Vázquez
Homopornoromantica – C. Santana
Obsesión – Melanie Alexander


Es una antología que puedes conseguir tanto en digital como en papel, comprándola a través de la web que la Editorial Khabox ha puesto a nuestra disposición, o en Amazon.







domingo, 26 de abril de 2015




miércoles, 15 de abril de 2015

La princesa sometida, primer capítulo



—¡No llores!
La mano abierta voló hasta chocar contra la mejilla de la pequeña Rura, que cayó al suelo de rodillas y se mordió los labios con fuerza para acallar los sollozos que hasta aquel momento salían desgarradores por su boca. El pequeño cuerpecito tembló cuando vio que su padre volvía a moverse con la mano levantada, yendo hacia ella.
Al final el príncipe Nikui se detuvo muy cerca, pero no volvió a pegarla. Se quedó allí mirándola, resollando enfurecido, hasta que habló.
—Nunca debiste haber nacido. No sirves para nada.
Salió de allí, dejando a la pequeña Rura, de seis años, temblando en el suelo de su habitación.
Rura sabía que su padre tenía razón. Estaba maldita. Su nacimiento fue un error, y con su llegada causó la muerte de su madre Surebu, la concubina favorita del príncipe heredero. Nunca permitían que lo olvidase. Ninguno de ellos.
Se levantó y arrastró sus pequeños piececitos hasta el camastro que le hacía de cama. Su habitación era diminuta, comparada con las de sus hermanas. Claro que ella era una bastarda, y sus hermanas, princesas imperiales.
Rura no tenía muy claro qué significaba ser una bastarda, pero sabía que era algo malo porque cuando la llamaban así, lo hacían en un tono de desprecio que la hacía temblar y le provocaba ganas de llorar.
Pero una princesa no debía llorar.
 Nadie la llamaba así, princesa, excepto ella misma. Al fin y al cabo, era hija de un príncipe, ¿no? así que por fuerza  tenía que ser una princesa.
Se metió dentro del camastro y se acurrucó, tapada con la manta.
¿Por qué su padre no la quería? Lo había visto con sus hermanas, y con ellas era hasta cariñoso. Las hacía reír y las acariciaba. Pero nunca a Rura.
Su pequeña cabecita dio vueltas y más vueltas. Había muchas cosas que no comprendía aún, pero se haría mayor y las entendería. Estaba tan segura de eso como de que cada día salía el sol, y que en invierno, nevaba. Encontraría la manera de que su padre la amase, se dijo cerrando los ojitos.

—Es la hora.
La voz de Kayen resonó por el cuarto donde Rura había estado recluida desde su traición. Había enviado a un asesino a por su marido, el gobernador, y había fallado. Kayen seguía vivo y su padre la había abandonado a su suerte al darle carta blanca para que la castigase como mejor le pareciese.
Otra vez sola, y abandonada.
Respiró con resignación y se levantó, orgullosa. Su orgullo era lo único que le quedaba en estos momentos.
—¿No vas a cambiar de opinión? —le preguntó, altiva.
—No. Pasarás el resto de tu vida encerrada en el monasterio de las Hermanas Entregadas.
La voz de Kayen sonó como un látigo a sus oídos, pero asintió con la cabeza, aceptando su destino.
—Muy bien.
Caminó atravesando la habitación, con Kayen yendo detrás de ella, escoltándola hasta la puerta.
—Rura.
Se detuvo al oír la voz del que había sido su marido hasta aquel momento, y giró el rostro para mirarlo a los ojos. Fuera lo que fuese lo que iba a decirle, lo encararía sin demostrar ni un solo sentimiento en su cara.
—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó el gobernador.
Ella lo miró a los ojos durante unos instantes, valorando si debía decirle la verdad o no.
—¿El qué? ¿Intentar matarte, o golpear a tu esclava? —preguntó finalmente.
—Las dos cosas.
—¿De veras te importa? —le preguntó con evidente desprecio en la voz.
—Sí. Si no fuese así, no te hubiera preguntado.
—Muy bien. —Asintió con la cabeza, la ladeó un poco, y esbozó una sonrisa fría como la nieve—. Porque tu corazón debería haber sido mío, pero se lo entregaste a ella en el mismo momento en que la viste.
—Tú nunca quisiste mi corazón.
—En eso te equivocas, Kayen. Lo quería… para destrozarlo.
Se giró y abrió la puerta, dejándolo atrás mientras salía de la habitación y se encaminaba hacia el exterior. Cuatro guardias de palacio, que hasta aquel momento se habían mantenido en el pasillo, vigilando la entrada a sus aposentos, la siguieron.
Kayen la siguió, negando con la cabeza, sin comprender por qué aquella mujer lo odiaba tanto, hasta el punto de intentar matarlo.
Rura atravesó el palacio con la cabeza bien alta, orgullosa y altanera como siempre, con la barbilla levantada y una media sonrisa de desprecio en los labios.
Estuvo a punto de decirle a Kayen la verdad, pero al final había optado por no hacerlo. ¿Para qué? Él jamás la creería, y pensaría que lo hacía como venganza contra su padre, pero la verdad era que Nikui, el gran príncipe heredero, era quién había ordenado su muerte. ¿Por qué? No lo sabía. Nunca hacía preguntas cuando su padre le ordenaba hacer algo, simplemente obedecía.
Debería haberse imaginado que si fallaba, su padre la dejaría a su suerte. Si hubiese guardado los mensajes que le enviaba, y que Yhil, el senescal de palacio, le entregaba a escondidas de Kayen… Pero era una hija obediente, y siempre los quemaba después de leerlos.
Hacía muchos años que había descubierto cuál era el precio de la desobediencia.
Cruzó el vestíbulo y salió al exterior. Allí la esperaba el palanquín en el que viajaría, y la escolta armada que la protegería durante el viaje.
—¿Y mi doncella? —preguntó al ver que la mujer que la había servido fielmente durante años, no estaba allí.
—No necesitarás ningún sirviente a donde vas —contestó Kayen.
Rura lo miró fijamente. La ira le oscureció los ojos, que brillaron como estrellas. Pensó en pedirle que cuidara bien de ella, pero desistió: el orgullo le impidió suplicar, ni siquiera por la mujer que había sido como una madre para ella.
Subió al palanquín, los porteadores tomaron su sitio para levantarlo, y se pusieron en marcha.

Viajaron hacia el norte durante días. Kargul era una tierra en parte inhóspita, con zonas casi sin vegetación, en la que caía un sol de justicia.
Durante las primeras jornadas, tenían que hacer un alto durante las horas en que el sol estaba en lo más alto porque el calor era tan insoportable, que era peligroso. Montaban unos toldos para guarecerse, y allí, bajo la sombra que les proporcionaba, comían.
Rura aprovechaba estos descansos para estirar las piernas. Ir en palanquín era cómodo, pero después de varias horas, las piernas se entumecían y empezaba a doler la espalda.
El paisaje que la rodeaba era muy parecido a su vida: estéril, vacía, sin propósito.
Había dedicado cada minuto de su existencia a complacer a su padre, luchando por ganar su aprobación, y todo la había llevado hasta este punto: a una completa soledad, y a tener el corazón yermo.

—Rura, cariño. Tu padre quiere verte, y te está esperando en el jardín de las princesas.
El rostro de la pequeña, de ocho años, se iluminó con una sonrisa. ¡Su padre la mandaba llamar! Hacía semanas que no lo había visto. La última vez la miró de una manera diferente, incluso le sonrió.
Corrió atravesando el palacio, esquivando a criados, esclavos y a grandes señores por igual, con sus pequeños piececitos descalzos deslizándose sobre los mármoles que adornaban el suelo.
Cuando llegó a la puerta del jardín, se paró para recuperar el aliento. Sacudió la ropa que llevaba, que a ella le parecía muy bonita pero no era más que uno de los muchos vestidos que sus hermanastras, las princesas imperiales, habían descartado porque ya no estaban a la moda.
Cuando el ritmo de su respiración se calmó, echó los hombros hacia atrás, levantó la barbilla, y cruzó la puerta.
Su padre estaba de pie al lado de un rosal, observando a su esposa y sus hijas, que estaban jugando a varios metros de él.
Se acercó con cuidado, temerosa, y cuando llegó a su lado, carraspeo para llamar su atención.
—Alteza —dijo cuando él le miró, e hizo una reverencia.
—Rura. —Su padre la miró durante unos segundos. En su rostro no había ningún signo de alegría por verla, y la pequeña sintió cómo un estremecimiento la recorría desde la cabeza a los pies—. Me han dicho que ya tienes ocho años.
—Sí, Alteza.
Su padre asintió con la cabeza. Seguía mirando a sus hijas legítimas.
La mayor, Hana, tenía diez años, los labios rosados y el pelo negro brillante como una noche estrellada. La mediana, Mün, con siete años, era una niña pizpireta que no paraba quieta ni un segundo, y provocaba las risas de su madre con sus travesuras. La pequeña, Suta, de cinco años, era una niña tranquila que se entretenía sentada en el suelo, al lado de su madre, jugando con una muñeca de porcelana.
—Ya es hora que ocupes el lugar que te corresponde. —Rura sintió que la alegría empezaba a burbujear en su estómago y una sonrisa empezó a nacer, para morir rápidamente cuando su padre siguió hablando—. Serás una buena doncella para mis hijas. Llevas su misma sangre, y les serás leal como corresponde. No me defraudes, Rura.
Ella no contestó. Se limitó a hacer una reverencia y a permanecer quieta, con el corazón helado.

Las montañas Tapher se veían a lo lejos. Aún quedaban varios días de viaje para llegar al fuerte que vigilaba el paso entre las montañas, pero la vegetación era más abundante y el calor ya no era tan sofocante. Podían viajar durante todo el día, haciendo un pequeño descanso para comer, y ya no necesitaban los toldos para refugiarse del calor durante el mediodía.
Rura estaba cansada y sucia. No había podido darse un baño desde el día que partieron de Kargul. Olía mal, y no había ningún perfume que pudiera disimularlo.
Nadie de la escolta hablaba con ella. Lo había intentado durante los primeros días, pero todos se limitaban a mirarla sin mostrar ningún sentimiento y se daban la vuelta, dándole la espalda. La despreciaban por lo que había hecho, y ella no podía culparles.
Después de días pensando en ello, también empezaba a despreciarse a sí misma.
Siempre había estado prisionera, y no había tenido ninguna oportunidad de saborear la tan cacareada libertad. Kisha, la esclava de la que se había enamorado su marido Kayen, había sido más libre que ella, cautiva de su afán por satisfacer a su padre y ganarse su aprobación.
Volvía a sentirse como cuando era niña, rezando a todos los dioses para que alguien, quien fuera, le mostrara un poco de cariño.
Por las noches lloraba en silencio, y se enfurecía consigo misma cuando notaba que las lágrimas rodaban por sus mejillas. Su padre le repetía una y otra vez que ella no podía llorar. Era su hija, llevaba su sangre, y no podía demostrar ningún sentimiento.

Tenía nueve años cuando los encontró. Eran pequeños, y tan peluditos, que se quedó mirándolos maullar durante unos minutos. Pero salió corriendo cuando Hana, su hermanastra, la llamó. Iba a salir a cabalgar, y ella tenía que acompañarla porque una princesa imperial no podía ir  acompañada solo por el mozo de cuadras.
Rura odiaba los caballos. Le parecían unos animales estúpidos y maniáticos, tan cobardes que se asustaban de cualquier ruido, pero no le quedaba más remedio que hacer lo que Hana le ordenaba.
Cuando regresaron de cabalgar, la ayudó a bañarse y, cuando terminó de vestirla y pudo retirarse, corrió de regreso a las caballerizas para jugar con los gatitos.
Hana apareció al cabo de pocos minutos.
—¿Qué haces aquí, Rura? —le preguntó con los ojos entrecerrados y los brazos en jarras—. Te he estado llamando, estúpida. Necesito que me cosas esto.
Se levantó el quimono y le enseñó un roto.
—Ahora mismo voy, Alteza —contestó la pequeña, dejando en el suelo uno de los gatitos, que había tenido en el regazo hasta aquel momento.
—Estos animales son asquerosos —gruñó Hana con una voz muy  poco femenina—. Deberían matarlos a todos.
—Shinro dice que son necesarios —se atrevió a replicar—. Mantienen a raya a las ratas y ratones.
—¡En el palacio de mi padre no hay de eso! —gritó Hana. Rura no se atrevió a contradecirla, pero así y todo, la princesa se enfureció—. ¡Eres una estúpida! ¡Te has llenado la ropa de pelos! ¡No quiero que entres en palacio con la ropa así! ¡Me ensuciarás a mí! ¡Quítatela!
El rubor por la vergüenza, cubrió las mejillas de Rura. Estaban a pleno día, y había un buen trecho entre las caballerizas y palacio, y después, tendría que caminar entre toda la gente que lo abarrotaba.
—No pienso hacer eso, Alteza —susurró, no atreviéndose a levantar la voz—. Iré primero a mi habitación y me cambiaré. Después le coseré el roto.
—Te he dicho —dijo Hana apretando los dientes— que te quites la ropa.
Rura negó con la cabeza, luchando porque las lágrimas no se derramaran.
Hana, enfurecida, sonrió de aquella manera que hacía temblar a la pequeña.
—¿En serio? Bien, tú lo has querido. ¡Shinro! —gritó. En unos momentos, el jefe de las caballerizas apareció y se inclinó delante de la princesa.
—¿Si, Alteza?
—Coge ese bicho asqueroso —dijo señalando al gatito que Rura había tenido en su regazo, y que maullaba desconsolado llamando a su madre—, y mátalo.
—¡No! —gritó Rura—. Por favor, no lo hagas.
—Pues haz lo que te he ordenado.
Rura se dio por vencida. Hizo lo que Hana le había ordenado, y se paseó por todo el palacio en ropa interior, caminando detrás de la princesa, hasta llegar a las dependencias privadas de esta.
Cuando su padre, el príncipe Nikui, se enteró, fue a buscarla enfurecido.
—¿Te dejaste manipular por Hana? —gritó mientras le daba la primera bofetada—. ¿Para salvar a un mísero gato? —Le dio la segunda—. Me has decepcionado otra vez, Rura. Siempre me defraudas. ¡No sirves para nada!
Se fue, caminando con brusquedad a grandes zancadas, dejando a su hija bastarda en el suelo, con las mejillas amoratadas pero sin soltar ninguna lágrima.
La siguiente vez que Hana la amenazó con asesinar a un gatito si no hacía lo que ella quería, lo mató con sus propias manos.

Desde el fuerte, las montañas Tapher se veían inmensas. Eran como una enorme mandíbula llena de dientes coronados de nieve, y Rura se estremeció mientras las miraba, aunque no supo si por el frío que bajaba de ellas, o por la ansiedad que sentía, que aumentaba con cada día que se acercaba más a su destino.
Al día siguiente se internarían allí, en el paso angosto que discurría entre altas paredes de piedra. Ascenderían durante tres jornadas, y llegarían al monasterio de las Hermanas Entregadas, donde pasaría el resto de su vida.
Las Hermanas Entregadas.
Rura nunca había comprendido qué podía llevar a una mujer a vivir encerrada entre cuatro paredes, sin contacto con el exterior, en un lugar alejado de cualquier signo de civilización. Había oído que se hacían su propia ropa, unos hábitos de lana vasta que ellas mismas tejían después de esquilar e hilar la lana de las ovejas. Se pasaban el día rezando y trabajando, sin hablar, y la disciplina era impartida con mano dura para aquellas que osaban desviarse del camino.
Aquella noche, a pesar del baño relajante que pudo darse antes de meterse en la cama, no pudo dormir.

Al día siguiente, cuando dejaron atrás el fuerte y penetraron en el estrecho paso entre las montañas, Rura sintió que todo había acabado para ella.

Al anochecer, los atacaron.