CAPÍTULO UNO
Harriet no podía creerlo. Estaba ante la tumba de Percy
Allister, su marido, mientras el párroco hablaba y hablaba sobre la
resurrección, el polvo y la carne, y se repetía una y otra vez que todo aquello
no era más que una pesadilla. Pero no era así. Lo constató cuando miró a su
alrededor tras el velo negro que le cubría el rostro, y vio los ojos enrojecidos
por el llanto de su suegra y la cara circunspecta de su cuñado.
Su marido estaba muerto. Y ella estaba muy enfadada con él.
Se lo había repetido muchas veces a lo largo de los cinco
años que habían estado casados, pero él nunca la escuchó. Su marido tenía una
obsesión insana con las apuestas y las alocadas carreras de curricle[i], y no
podía evitar dejarse embaucar por sus amigos una y otra vez. Ella temía que un
día ocurriera una desgracia en una de esas irreflexivas competiciones, como así
había sido, y le pedía, suplicaba, que no volviera a hacerlo porque no
soportaría perderlo. Cuando él estaba de buen humor se reía y le replicaba que
no tenía previsto morirse joven, y cuando estaba malhumorado se enfadaba con
ella porque, decía, parecía una vieja aburrida.
Era en esos momentos que se preguntaba por qué se había
casado con ella. Nunca había sido una belleza, ni era especialmente inteligente
o ingeniosa. No tenía nada que ver con las damas con las que él había confraternizado
hasta el día en que la vio, en la fiesta de lady Osborn, escondida detrás de
uno de los enormes helechos que decoraban el salón de baile aquel día, aterrada
en su primera temporada. Era una señorita de campo, hija de un baronet con dote
modesta, y solo estaba allí gracias a la generosidad de su madrina, lady
Penford, amiga de la infancia de su madre, que la había acogido bajo su ala y
la llevaba a todas las fiestas glamurosas de la alta sociedad.
Pero Percy la había sacado a bailar y se había enamorado de
ella. O eso decía, porque en esos momentos ya no estaba tan segura.
Percy era el hijo segundo del conde de Hortbock, un vividor
y libertino que con veinticinco años ya se había ganado una gran reputación
como rompe corazones, y fue por eso que ella, siempre realista, intentó por
todos los medios mantenerse distanciada de él. Pero por lo visto, su actitud
fría y distante lo cautivó en lugar de alejarlo, y a los tres meses se declaró
y la pidió formalmente en matrimonio. Ella aceptó, por supuesto, ya que su pragmatismo
no había impedido que cayera rendida a sus pies, tontamente enamorada.
Solo tenía diecisiete años entonces, y ahora, con
veintidós, ya era viuda.
El párroco terminó de hablar sin que ella se diera cuenta y
su cuñado, Mitchell Allister, lord Greencastle y actual conde de Hortbock, la
cogió del brazo y tiró delicadamente de ella hasta el coche de caballos que los
estaba esperando a los tres. Subió sin pronunciar palabra.
Se apartó el velo del rostro y miró por la ventana. Lo
único que flotaba en el aire eran los sollozos de la condesa viuda, que de vez
en cuando le dirigía miradas de reproche como si la culpara por la pérdida de
su hijo. Ella la observaba de soslayo, no atreviéndose a enfrentar la mirada
acusatoria de esos ojos pardos.
La condesa viuda tenía el rostro más ceniciento de lo
normal, y sus mejillas regordetas habían perdido gracia y frescura. El pelo
castaño estaba oculto por el sombrerito y el velo, que también había apartado
al subir al carruaje. Puso las manos sobre el regazo y tiró disimuladamente del
corpiño que ocultaba el corsé, que siempre se hacía apretar más de la cuenta
para disimular los quilos que había engordado en los últimos años.
Miró al único hijo que le quedaba e intentó decir algo,
pero el conde la atajó con un «ahora no, madre», que la obligó a apretar la
mandíbula con fuerza, airada.
Harriet también miró a su cuñado. ¡Era tan diferente de su
difunto Percy! A veces se había llegado a preguntar cómo podían ser hermanos,
si casi no se parecían. Mientras su marido había sido de complexión delgada y
facciones suaves, casi aniñadas, Mitchell era todo lo contrario. Tenía una
espalda ancha, con hombros poderosos que parecían que, si se lo proponía,
podría romper la chaqueta con solo tensarlos; y unos brazos gruesos de músculos
tan marcados que podían adivinarse fácilmente por debajo de la ropa. Parecía un
antiguo guerrero de pelo oscuro como la noche y mirada clara como el día, o
quizá un antiguo dios Griego con la mandíbula enérgica y la nariz patricia.
Pero lo mejor de Mitchell era su ternura, y su afán por
protegerla como si de su hermana pequeña se tratara. Siempre había podido
contar con él.
Llegaron a la mansión y se dispuso a soportar lo que
restaba del día. Los asistentes al entierro fueron uno a uno a darles el
pésame, y a hablarles maravillas del muerto. Ella tenía ganas de chillar y
decirles que no hablaran tan bien de un hombre que había sido un irresponsable
y un egoísta, cuya tendencia a las locuras lo había llevado bajo tierra.
Finalmente todos se fueron y se quedaron solos, el conde,
la condesa viuda y ella.
—¿Qué piensas hacer ahora, Harriet? —le preguntó lady Greencastle
con un tono casi insolente.
—¡Madre! —la regañó Mitchell—. Se quedará aquí, por
supuesto, como hasta ahora.
La miró esperando su asentimiento, pero Harriet no estaba
muy segura de querer quedarse. Aquella casa le traía demasiados recuerdos,
buenos y malos, y no sabía si iba a tener la fortaleza de recorrerla. Estaba
enfadada con su marido, sí, por haber arriesgado y perdido su vida de forma tan
estúpida, pero eso no quería decir que todos los recuerdos no le desgarrasen el
alma: había amado a Percy más que a su propia vida, y lo veía en cada esquina,
cada estancia, cada... Ni siquiera era capaz de dormir por la noche en la cama
que habían compartido, y donde le había hecho el amor tantas y tantas veces.
Llevaba durmiendo en el sofá de su vestidor desde el mismo día en que le
anunciaron su muerte.
—No lo sé, Mitchell —contestó con voz cansada—. Ahora mismo
soy incapaz de pensar.
—No tienes que pensar nada —replicó él—. Te quedas y no hay
más que hablar. Cuando te casaste con Percy, nuestro padre te dijo que esta
sería siempre tu casa, y no era una metáfora. ¿O quieres regresar a la casa de
Londres?
La casa de Londres, en la que Percy se refugiaba cada vez
que discutían, algo que era a menudo en los últimos dos años. Por supuesto que
no quería ir allí. Odiaba Londres, su bullicio y el olor agrio del aire,
incluso en las zonas más ricas. Percy bromeaba diciendo que tenía nariz de
sabueso por lo fino que era su olfato, y ella se reía con la ocurrencia. En los
dos últimos años no había reído mucho.
—No quiero ir a Londres.
—Entonces no hay nada más que hablar. Te quedas aquí.
—Entonces seré yo quién se irá —siseó la condesa viuda.
Harriet la miró horrorizada y Mitchell ahogó una exclamación—. No sé de qué os
sorprendéis —siguió con acritud—. Nunca me gustaste, Harriet. Mi hijo
necesitaba una mujer más fuerte, capaz de atarle en corto, no una muchachita de
provincias insulsa y sin sentido del humor que no supo hacerle feliz.
—¡Madre! ¡Basta! —exclamó Mitchell con los ojos ardiendo en
llamas azuladas por la rabia que estaba sintiendo en ese momento.
—¡Es la verdad! —replicó lady Greencastle levantando la
barbilla con altivez, no dejándose amedrentar por el estallido de su hijo mayor—.
Percy está muerto y ella ha tenido la culpa. Ni siquiera ha sido capaz de darle
un hijo en cinco años.
Harriet se levantó, trastornada por aquellas palabras, y
salió corriendo del salón. Toda la culpabilidad que no quería admitir le estaba
descuartizando el corazón. Sentía que los sollozos se estaban abriendo paso por
la garganta, pero se negó en redondo a liberarlos. No iba a darle a la bruja de
su suegra la satisfacción de verla totalmente hundida por culpa de sus
palabras.
Cerró la puerta y se quedó en el pasillo, con la cabeza
apoyada sobre la madera de roble. No quería escuchar, pero tampoco podía dar un
paso más. La cabeza le daba vueltas y las piernas le temblaban, y estaba segura
que si intentaba caminar, caería al suelo como la mujer débil y vulnerable que
sentía que era.
Y escuchó sin querer.
—Has sido injusta con ella —dijo Mitchell—. Sabes
perfectamente que Percy era ingobernable, siempre lo fue. Y la cuestión de los
hijos… era Percy quién no podía engendrar.
—Eso no lo sabemos —contestó airada su madre, removiéndose
en el asiento.
—Sí lo sabemos, mamá —replicó, furioso—. Cuando cayó
enfermo con paperas a los quince años, el médico os advirtió que era posible
que quedase estéril. Pero tú nunca lo has aceptado.
Harriet no pudo seguir escuchando. El defecto era de Percy.
Dos años había estado mortificándose y echándose la culpa, pensando que estaba
seca por dentro. Dos años llorando a mares cada vez que le venía la
menstruación. Dos años sintiéndose una inútil, buscando el consuelo y la
comprensión de él, sabiendo que le había fallado. Dos años oyéndole decir, de
forma paternalista, que no se preocupara, que no pasaba nada, consolándola con
flores y regalos… y la culpa era de él, y lo sabía. Nunca lo había confesado,
ni siquiera en los últimos meses, cuando ella se veía caer en el negro pozo de
la melancolía a consecuencia de su esterilidad. Ni siquiera entonces, cuando
entraba en los períodos de tristeza que la hacían llorar por cualquier cosa, se
molestó en confesarlo.
Subió corriendo las escaleras. La debilidad había sido
sustituida por una furia que le daba las fuerzas y las energías que necesitaba
para hacer lo que tanto deseaba. Tenía que salir de aquella casa cuanto antes.
Regresaría a casa de su padre y no volvería a poner los pies fuera de allí.
Media hora más tarde, Mitchell llamó a la puerta de su
dormitorio. La encontró ayudando a Mary, su doncella, a hacer el equipaje.
—¿Qué haces? —preguntó sorprendido.
—Es evidente, Mitchell. Me voy.
Él le hizo un gesto a la doncella, que se apresuró a
abandonar la habitación.
—Si es por lo que ha dicho mamá, sabes que ha hablado su
dolor, que en el fondo te aprecia.
—Tu madre me odia. Siempre lo ha hecho. Quería a una rica
heredera para Percy, pero me obtuvo a mí. Nunca me ha perdonado que me cruzara
en su camino.
La rabia en su voz hizo que Mitchell reaccionara como si le
hubiera dado un bofetón en pleno rostro, y dio un paso atrás. Allí no estaba la
Harriet dulce a la que estaba acostumbrado, sino una mujer que se sentía
traicionada y herida en lo más profundo de su orgullo.
—Pero esta no es la casa de mi madre, sino la mía. No
tienes por qué irte.
—No puedo quedarme en un lugar en el que… —Estuvo a punto
de decir, en un lugar en el que todo el mundo me miente—. En el que no se me
quiere, Mitchell. Mi padre estará encantado de acogerme en su casa. Desde que
mi hermana se casó, se siente muy solo y no hace más que escribirme cartas
pidiéndome que vaya a verle. Además, tarde o temprano tú te casarás, y tu
esposa no querrá a una cuñada por en medio, estorbando. Ya tendrá bastante con
tu madre.
La voz de Harriet sonaba amargada, y Mitchell se preguntó
hasta qué punto había sido infeliz en su matrimonio. Amaba a Percy, de eso
estaba seguro, y Percy a ella, pero su hermano había sido un irresponsable toda
la vida, hasta el día de su muerte.
—Percy te quería. —No supo por qué lo había dicho, pero
quería que ella estuviera segura del amor de su hermano.
—No lo suficiente —contestó ella, enfurecida—. No lo
suficiente. Si me hubiera amado la mitad que yo a él, habría dejado de meterse
en problemas. Habría dejado de lado las carreras de curricle y las apuestas.
Pero sobre todo —casi gritó—, sobre todo, me habría dicho que si no podíamos
tener hijos, el problema era suyo, y no mío. Pero he tenido que enterarme
ahora, después de su muerte, y solo porque he tenido la desfachatez de apoyarme
en la puerta al salir del salón y oírlo por casualidad. —Lo miró directamente a
los ojos, y vio que él estaba avergonzado y no se atrevía a repicarle—. No me
lo habrías dicho, ¿verdad? Habrías dejado que siguiera creyendo que la culpa
era mía.
—Cuando Percy vivía, no me correspondía a mí decírtelo. Y ahora
que está muerto, no tiene ninguna importancia.
—¡¿Qué no tiene importancia?! Solo tengo veintidós años,
Mitchell. ¿Crees que no voy a querer casarme de nuevo cuando pase mi periodo de
luto? ¿Crees que la vida ya ha acabado para mí?
Lo miró con los ojos brillantes por la furia, enfocándolo
como si fuese una diana y ella una pistola a punto de ser disparada.
—Ni siquiera pensé que te lo habías planteado —confesó.
—Ya. Creíste que iba a pasar el resto de mi vida llorando a
mi marido muerto, un marido al que yo le importaba tanto que se mató en una
estúpida carrera para ganar una estúpida apuesta. —Estuvo un rato callada,
mirándolo fijamente. Él se sintió desmenuzado e incómodo—. ¿Qué más cosas me
ocultaste, Mitchell? Porque hay más, lo veo en tu mirada.
Mitchell no contestó. Se limitó a mirarla con seriedad,
rezando porque ella no se diera cuenta que en esos momentos odiaba estar en esta
situación y que daría cualquier cosa por poder escapar.
—No es necesario que digas nada. Alcohol y mujeres, ¿verdad?
Además de las interminables apuestas. Supongo que eso es lo que hacía cuando
huía de mí y se refugiaba en Londres. —Se rio con amargura—. Porqué no me
sorprende...
—Harriet...
—No. No te atrevas a sentir lástima por mí. Ya he tenido
suficiente estos últimos años.
—Está bien —claudicó Mitchell al final—. Puedes coger el
carruaje, y no te preocupes por el dinero. Tendrás la misma asignación que
tendría mi hermano, y si decides casarte, estableceré para ti una dote lo
suficientemente alta como para que puedas escoger marido sin limitaciones. Al
fin y al cabo, te convertiste en mi hermana el día que te casaste con Percy.
Harriet no replicó. Ese dinero le iría muy bien a su padre.
Con la larga enfermedad que había padecido su madre hasta morir, y las dotes de
sus dos hijas, sus arcas se habían quedado bastante menguadas.
—Muchas gracias, Mitchell. Eres muy generoso.
El conde de Hortbock cabeceó antes de dar media vuelta y
salir de allí.
Bajó por las escaleras con el corazón encogido y salió de
la mansión para dirigirse a las caballerizas. Necesitaba cabalgar, salir del
ambiente asfixiante de la mansión, y recapacitar.
Lo que sentía por Harriet no estaba bien. La amaba con
desesperación. Se había enamorado de ella poco a poco, viendo toda la ternura y
el amor que le dedicaba a su hermano. La sencillez de su carácter, sin orgullo
mal entendido, ni envidia, ni rencores; era una mujer con el corazón noble, que
siempre había tenido una palabra amable para todo el mundo, que llevó su
sufrimiento con dignidad aun cuando el pensar que no podía tener hijos la
estaba carcomiendo por dentro.
Se sentía sucio e
innoble por haberle ocultado algo tan importante, a pesar de las veces que
discutió con su hermano para convencerlo que se lo contara. Ella tenía razón:
Percy no la había amado lo suficiente, su inmadurez y las ganas de divertirse y
de huir de las responsabilidades eran más importantes que el amor de su esposa.
Y mientras, él se había resignado a observarla y a amarla desde lejos,
imaginando que aquella devoción estaba dirigida a él y no a Percy, soñando con
ella durante las largas noches, sintiéndose un traidor a su hermano por desear
que su esposa estuviese en su propia cama y no en la de un hombre que no la
merecía, y que no sabía hacerla feliz.
Y ahora iba a marcharse de Hortbock House para siempre, y
su relación dejaría de existir, pues ya no había lazos que los atasen y que la
retuviesen cerca de él. No volvería a verla, y eso le hacía pedazos el alma y
el corazón.
[i] Curricle o carruaje
de dos caballos: Era el coche de carreras de la época de regencia. Tenía dos
ruedas y una capota, y pronto se convirtió en el coche de moda de los jóvenes
por la ciudad. Era ideal para demostrar las habilidades «conductoras» y los
caballos conjuntados. En la época victoriana, se sustituyó por el cabriolé, que
era más barato y solamente necesitaba de un caballo, manteniendo la misma
velocidad.
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