martes, 26 de febrero de 2013

Funerales

Este domingo pasado, sobre las ocho de la tarde,  mi suegra falleció con 95 años. Lo hizo en nuestra casa, donde vivía desde siempre, y en su cama, como ella quería. Se apagó como una vela a la que ya no le queda cera que consumir.

Yo ya había pasado por la muerte de mi madre primero y mi padre después. pero lo hicieron en el hospital, en un ambiente aséptico tanto físico como mental. Pero esta vez, la muerte visitó mi casa, mi refugio, el lugar donde vivo, duermo, como, sueño... Y no es lo mismo.


Por primera vez he sido verdaderamente consciente de la fragilidad de la vida, de cómo una persona puede morir en un suspiro mientras duerme, y de mi propia mortalidad. Llevo dos días dándole vueltas a la idea de mi propia muerte y cómo quisiera yo que fuese mi funeral. Y creo que lo tengo claro.

Nada de misas, ni exequias, ni responsos; no quiero curas, ni ministros del señor, ni oradores de medio pelo que ofrezcan vanos consuelos. Que las lágrimas y las penas se queden en la puerta, que nadie las deje pasar. Y ¡por Dios! no quiero coronas de esas que dan grima sólo con mirarlas.

Para mi funeral, sólo pido tres cosas:

Que me pongan en la urna con el dedo corazón en posición Fuck!

Que los presentes celebren la vida con una ronda de chupitos de Jack Daniels y brinden por mi ya no salud.

Que en los altavoces suene a toda leche AC/DC con su "Highway to hell".

Así me cruzaré el túnel hacia la luz, bailando al mismo son que he intentado vivir mi vida.



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