lunes, 22 de julio de 2013

Relato: Momentos V

<- <- <- Viene de



Claudia se levantó de la cama y dejó caer la almohada al suelo. El hombre la miró aún asustado, encogido sobre sí mismo, y abrazado a sus propias rodillas. Ella se acercó y le tendió la mano.

         —Ven —le dijo—. No tengas miedo de mí.

         ¿Cómo no voy a tener miedo? se preguntó el hombre. Ella era como una diosa, un sueño inalcanzable, pero que ahora estaba allí, hablándole a él… Tenía miedo de tocarla. ¿Y si se rompía el hechizo? ¿Y si todo era una quimera provocada por su errática imaginación? No podía tocarla, no podía… Una cosa era adorarla desde los pies de la cama y otra muy distinta abrazar un sueño. Se encogió aún más sobre sí mismo.


         Claudia se arrodilló ante él. No entendía qué era lo que estaba pasando, ni se entendía ella misma. Había despertado de un sueño erótico para encontrarse con que un extraño, el mirón que la había estado observando durante meses desde las sombras de la catedral, se había colado en su dormitorio completamente desnudo, a saber con qué intenciones. Cualquier mujer estaría muerta de miedo. Pero ella no, ¡oh, no! A ella todo esto le parecía altamente excitante.

         —No tengas miedo —le susurró mientras cogía una de sus manos y se la llevaba a la boca. Besó su palma varias veces; tranquilo, le decía con cada beso, todo está bien, y cuando él se atrevió a mirarla, acompañó esa misma mano hasta uno de sus hermosos pechos.

Él la miró, incrédulo. La estaba tocando y no se fundía en la nada, como en la mayoría de sus sueños diurnos, sino que seguía allí. Se incorporó poco a poco sin soltar el pecho, por si acaso, no fuera a escapársele. Ella acarició sus mejillas y lo atrajo hacia su boca para besarle con ganas. Era el primer beso que saboreaba de verdad; allí nada tenía que ver su capacidad para imaginar.


Se levantaron al mismo tiempo, los ojos fijos en el otro; sus labios volvieron a encontrarse y los brazos rodearon sus cuerpos. Las manos acariciaron, los labios besaron, las lenguas jugaron traviesas, los pezones se rozaron, el vello se les erizó al sentir tanto placer…
         Sobre la cama, después de mil caricias y diez mil besos, él la penetró. Introdujo su enorme virilidad de gárgola en el mar del orgasmo, poseyéndola y dándose enteramente, sin temer nada. Fueron dos amantes felizmente reencontrados después de meses de desesperación incierta. Los gritos de ella, salvajes como las uñas clavadas en su espalda, se escaparon por la puerta del balcón y penetraron furtivas en las casas de sus vecinos, convirtiéndolos en involuntarios testigos del milagro.

         Después, con la tormenta de la pasión ya calmada, acurrucados los dos en brazos del otro, llegó el momento de las palabras.

         —¿Quién eres?— murmuró ella somnolienta.

         —Ven – le dijo él levantándose de la cama. La llevó hasta el baño y la puso ante la ventana. De pie detrás de ella, le rodeó los hombros con sus brazos y con la boca pegada a su oído, le pregunto:—¿Qué no hay, ahí fuera?

         ¿Qué no hay? La pregunta le pareció un tanto absurda hasta que reparó en qué no estaba ahí: una figura de piedra, retorcida y contrahecha; la gárgola que tenía siempre los ojos fijos en su ventana. Había desaparecido.

         —Eres la gárgola —afirmó casi sin sorpresa.

         —¿Me crees?— preguntó él, inseguro.

         —Hoy creo cualquier cosa.

—Te amo— confesó la gárgola mientras el sol asomaba y él notaba como el frío empezaba a apoderarse de su cuerpo.

—Te amo— aceptó ella mientras veía, sin ningún tipo de miedo, cómo sus manos se transformaban en piedra.


Tardaron bastantes días en encontrarles; dos figuras de piedra, dos gárgolas entrelazadas en un abrazo, haciendo el amor eternamente. Nadie entendió qué hacían allí, pero el operario que fue a buscarlas para llevarlas al museo, mientras las envolvía en goma espuma para protegerlas, oyó una frase susurrada por el viento que entraba por la ventana abierta…


Abraza tus sueños con fuerza y no los dejes escapar.



FIN

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