Jason estaba limpiando las lecheras pero tenia la cabeza en otro lugar.
Seguía pensando en Ruth. Mañana cumpliría dieciséis años y él se sentía
desgraciado por eso. Pronto vestiría como una mujer adulta y lo que él ya sabía
por haberla visto en camisón y con el pelo suelto rondando por la casa, será
evidente para todos los del pueblo: que ya no es una niña y que se ha
convertido en una mujer muy hermosa. Le saldrán pretendientes de debajo las
piedras, aunque su dote sea escasa. Se estremeció al pensar que podía acabar en
brazos de alguien como Tomás, el hijo del actual herrero, un baboso
desconsiderado que miraba a las mujeres como si fuesen ganado. Pero él no podía
hacer nada al respecto, no tenia ningún derecho. Ni derecho ni nada. Había
llegado a aquella casa con una mano delante y otra detrás y así seguía. Muchas
veces había pensado en irse, había lugares donde un hombre bien dispuesto como
él podía hacer fortuna. Se había imaginado volviendo al cabo de unos años con
los bolsillos llenos de oro, un hombre rico que regresa al hogar. Pero el sueño
se malogra cuando descubre la granja abandonada y nadie es capaz de darle razón
del paradero de Ruth.
No puede irse, no
mientras las dos mujeres sigan solas. Si Sofía volviese a casarse, él quedaría
libre y podría marcharse, pero la viuda de Mauro había dejado muy claro que eso
no entraba en sus planes.
¡Maldita sea! ¡Aggggh! Se
mesó el cabello, desesperado. No sabía que hacer, porque no podía hacer nada.
Dejar de amar a Ruth, si acaso, pero ¿cómo? ¿Cómo, Dios santo? Si la tenía
metida tan adentro que sólo pensar en la posibilidad de alejarse de ella, de
perderla, se le encogía el estómago y los pulmones se le cerraban, haciendo que
le faltara el aire y el corazón le dolía como si se lo atravesaran con una
aguja muy larga.
¿Por qué todo se había
complicado tanto?
Aquella noche no durmió y
antes del amanecer ya estaba en el establo, ordeñando las vacas antes que
empezaran a mugir. Cuando Sofía se levantase, ya se encontraría las lecheras
llenas.
Cuando terminó, sacó de
su escondite el regalo que le había preparado a Ruth. Era una cajita de madera
de roble, del tamaño de su mano, en cuya tapa había tallado una rosa —a Ruth le
encantaban las rosas—. Después, en la ebanistería de Soran, la había barnizado.
Dentro, los ágiles dedos de Jason montaron un pequeño mecanismo que, cuando la
tapa de la caja se abría, empezaba a girar y a producir notas musicales. Una
fina y delicada caja de música hecha con sus propias manos. Cuando la terminó,
le pareció la cosa más bonita del mundo, pero ahora, dado su estado de ánimo
totalmente derruido, le parecía fea y tonta. No le gustaría. Pero no tenía nada
más. Así que volvió a guardarla hasta después de comer, momento en que Sofía
sacaría el pastel y ambos le darían sus regalos.
La mañana transcurrió
tranquila, cada uno ocupado en sus propios quehaceres. Una granja, aunque sea
pequeña, tiene multitud de obligaciones que cumplir y no pueden ser descuidadas
ni siquiera en días tan especiales como el dieciséis aniversario de una
muchachita bien bella.
Sofía mató un pollo y lo
cocinó guisado con patatas, cebolla, zanahoria, tomate y una ramita de tomillo.
También hubo pan blanco recién horneado —un lujo— y vino aguado —no era
cuestión de emborracharse—. Jason estuvo muy amable con ella, casi como antes,
aunque había momentos en que se quedaba muy serio, mirándola. Sofía había
hablado con él un momento por la mañana, mientras enganchaba la mula al carro,
antes de irse al pueblo con las lecheras.
—No seas tan huraño con
Ruth, Jason— le dijo como de pasada—. Comprendo que ya eres un hombre y que no
debes comportarte como antes con ella, pero eso no quiere decir que no puedas
sonreírle de vez en cuando, ¿de acuerdo, cariño? ¿Harás eso por mí?
Jason estuvo a punto de
confesar, sintiéndose como un criminal, como si hubiese hecho algo malo, pero
no pudo. ¿Cómo se tomaría Sofía el que estuviese enamorado de Ruth? ¿Lo
aprobaría? ¿O pensaría que es poca cosa para ella? Un don nadie... Siempre lo
había tratado como a un hijo y él la
respetaba por su buen corazón, pero Ruth era su auténtica hija. Tuvo miedo de
perder lo único que tenía, su familia. Si a Sofía no le hacía gracia la idea,
probablemente le pediría que se fuera. Estaba hecho un lío: por un lado le
gustaría poder salir huyendo, pero por otro le aterraba la idea que Sofía le
echase. Al final asintió con la cabeza, sonrió y le dijo:
—No te preocupes. Seré
amable con ella.
Y así fue. Sonrió, habló,
bromeó... casi cómo antes. Ruth se sintió feliz. Cuando su madre puso el pastel
sobre la mesa aplaudió y se rió como cuando era una niña. Comieron el pastel,
de manzana y nueces, y después le entregaron los regalos.
Sofía le entregó un
hermoso vestido... de mujer. Era de terciopelo, rojo granate, ribeteado en
negro, con las mangas en forma de lirio invertido; tenía un escote cuadrado y
alrededor de la cintura, había lirios bordados en hilo de oro.
—¡Mamá! ¡Es fantástico!
¡Qué hermoso! ¿De dónde lo has sacado?
—Eso no importa, cariño.
Anda, póntelo.
Sofía sonrió, recordando.
Mauro le había regalado ese vestido al poco de casarse, para que lo luciera en
la primera Fiesta de la
Primavera que disfrutaron como marido y mujer. Fue en esa
fiesta que engendraron a Ruth, así que creía que era lógico que ahora lo
tuviese ella.
Ruth corrió la cortina
que separaba su cama del resto de la casa y empezó a quitarse ese estúpido
vestido de niña para ponerse esta maravilla de terciopelo. Era suave, y
hermoso, y seguro que cuando Jason la
viera con él, se quedaría embobado y no pensaría más en ella como en una niña.
Sofía se levantó aun con la sonrisa en los labios y fue a ayudarla. Le ató bien
los cordones de la espalda y le cepilló el pelo.
Jason volvía a estar
desesperado. Al lado de aquel vestido, su cajita de música le parecería insulsa
y poca cosa. Tuvo ganas de romperla, pero si lo hacía sus estúpidas y callosas
manos quedarían vacías, sin regalo para Ruth. No tenia más remedio que
conformarse.
La cortina se abrió y
apareció Ruth con su nuevo vestido.
—¿Que te parece, Jason?—
le dijo Sofía—. Mi niña ya es toda una mujer.
Y lo era. Ya lo creo que
lo era. Más que hermosa, estaba radiante. Su piel morena, como su padre,
parecía brillar en contraste con el vestido. Jason se levantó de golpe al
verla, la boca abierta, embobado, y la caja de música en sus manos.
—¿Te gusta?— le preguntó
Ruth girando sobre sí misma. Jason asintió sin poder hablar aún. Su corazón
galopaba desbocado y tenía una extraña sensación de mareo detrás de los ojos—.
¿Qué tienes entre las manos?
De repente volvió a ser
consciente de sí mismo. Se miró las manos, apenado y ridículo por culpa de esa
estúpida caja. ¿Por qué pensó que podría gustarle? Esto es un regalo para una
niña, no para una mujer.
—Yo... hice... hice esto
para ti—, balbuceó.
Ruth la cogió y sus ojos
brillaron de alegría. ¿Podría ser que le gustase?
—Ábrela.
Ella le hizo caso y la música
empezó a sonar. Era la melodía de una canción triste, que hablaba del amor no
correspondido que sentía un hombre mortal por la luna eterna. Acarició la caja,
feliz, y una lágrima asomó en uno de sus ojos.
—Me gusta mucho. Gracias,
Jason.
Y le abrazó, ante la
divertida mirada de Sofía. ¡Ay, la juventud! ¡Cuánto tiempo perdido por culpa
de las dudas y los miedos! Si supiéramos lo rápido que pasan los años, no nos
andaríamos con tantas tonterías.
—Voy a salir— les dijo de
pronto—. Cesca Pradoverde me ha pedido que me pase por su casa por no sé qué
asunto. ¿Puedes ensillarme la mula, Jason?
—¡Oh, mamá!— dijo Ruth
algo decepcionada, separándose de Jason—. ¿De veras tienes que ir?
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