Ruth, sentada en el banco del pequeño jardín
trasero de su casa, miraba a Jason mientras éste trabajaba afanándose por
limpiar de malas hierbas los parterres repletos de rosas. Pronto llegaría la Fiesta de Primavera, y
sería el momento de arrancar las flores y venderlas en el pueblo.
La madre de Ruth, Sofía,
había ido al pueblo como cada día para vender la leche que habían ordeñado por
la madrugada y no volvería hasta dentro de un buen rato. La leche de las vacas
y el pequeño huerto era lo único que tenían para sobrevivir desde que Mauro, el
padre de Ruth, murió en una trifulca idiota en la taberna del pueblo, cuando
dos soldados del marqués pelearon por quién sabe qué y lo pillaron a él en
medio, matándole de dos cuchilladas.
El marqués había
lamentado mucho la muerte del herrero Mauro, un hombre grande, fuerte y bueno,
con unas manos maravillosas que lo arreglaban casi todo, por lo menos eso dijo
cuando las echó de la herrería diciéndoles que aquel era el hogar del nuevo
herrero que llegaría en dos días y que ellas, sin Mauro, ya no pintaban nada
allí, que eran un estorbo y que debían irse. Les dio una bolsa con unas monedas
de cobre, una minucia en compensación por la perdida de su hogar, pero
suficiente para alquilar la granja y comprar las vacas. Jason, que entonces era
un chiquillo de 14 años, era el aprendiz de Mauro y también se fue con ellas;
al fin y al cabo el trabajo en la fragua lo había convertido en un muchacho
robusto y fuerte y ellas necesitarían las manos de un hombre para ayudar en la
granja, y como el nuevo herrero traía su propio aprendiz, él no tenía sitio ya
en aquella casa, ni dinero para pagar a otro maestro herrero que le enseñase (Mauro
lo acogió sin cobrarle, en contra de las costumbres de la época).
Jason era muy joven
cuando llegó a aquella casa. Con siete años, habían matado a su familia cuando
viajaban a casa de unos parientes, y Mauro lo encontró escondido entre las
malezas del borde del camino, sentado, abrazado a sus propias rodillas, terriblemente quieto y con la
mirada perdida. El herrero tuvo piedad de aquel niño y lo acogió bajo su techo
con el beneplácito de su esposa Sofía.
Los primeros días fueron
como si Jason no estuviese allí. Se pasaba el día metido en su jergón, tapado
con la manta, haciendo ruiditos que Sofía interpretaba como sollozos. Fue Ruth,
con cuatro añitos en ese entonces, la que consiguió romper la burbuja de dolor
y tristeza con la que se había rodeado al ofrecerle con una sonrisa uno de los
dos caramelos que su padre le había traído.
Con el tiempo, Jason se
adaptó a su nueva familia, les cogió cariño de verdad y aunque nunca se atrevió
a llamarles padre y madre, les quería como si lo fueran.
Aunque
con Ruth era distinto. Habían crecido juntos, sí —¡y de que forma había crecido
ella!— y al mirarla debería ver a una hermana, pero... Esa niña que le tendió
una mano en forma de caramelo cuando él más lo necesitaba, se había convertido
en una mujer que lo volvía loco. Por las noches, con sus lechos separados sólo
por una cortina, podía oirla respirar y moverse dentro de su cama, y su deseo
se encendía de tal forma que a veces no le quedaba más remedio que salir para
darse un chapuzón en las frías aguas del riachuelo que discurría plácidamente
cerca de la casa. A veces se sentía culpable por esos sentimientos
incontrolados, porque, se decía, al mirar a Ruth debería ver a una hermana y no
a una mujer de pechos apetecibles a los que gustaría llenar de besos... En
otras ocasiones le tapaba la boca a su conciencia diciéndose que no eran nada,
que su vínculo no era fraternal realmente, que la sangre que corría por sus
venas no era la misma y que no había nada malo en pensar en ella mientras su
mano derecha trabajaba afanosamente para descargarle la tensión...
Culpable o inocente. En
eso estaba mientras limpiaba de hierbajos los parterres y arreglaba la valla de
alambre que mantenía a los animales alejados de los rosales. Sentía la mirada
de Ruth fija en su espalda desnuda y pensar tan siquiera en la posibilidad que
ella se acercase y pusiese sus manos sobre su piel, sentir su cálido
contacto... Mierda. Se le estaba poniendo dura y sólo con los calzones no podía
disimular...
Acabó de cerrar la valla
y se fue hacia el establo para esconderse entre las vacas, escapar de la mirada
de Ruth, esa muchachita de ojos grandes y oscuros y piel morena con la que le
gustaría fundirse para toda la eternidad.
Ruth lo vio marchar
resignada. Hacía tiempo que había notado que la actitud de Jason para con ella
había cambiado drásticamente y no entendía por qué. Ese muchacho —un hombre ya,
pensó con una sonrisa— que antes se pasaba el día revoloteando a su alrededor
pendiente de sus deseos, ahora la rehuía y casi ni la miraba. Se levantó del
banco, se alisó la falda y escondió un bucle rebelde dentro de la cofia. Fue
caminando hasta el arroyo y miró su reflejo en el agua. No le gustó lo que vio.
Su madre seguía obligándola a vestirse como una niña, con esos corpiños cerrados
hasta el cuello, el pelo escondido dentro de la cofia y ese ridículo delantal
que la hacía parecer más una criada que la hija de Sofía... Su amiga Mariela
tenía un año menos y ya vestía como una mujer, con telas de colores y buenos
escotes por los que suspiraban la mayoría de muchachos del pueblo. A este paso,
se haría vieja sin conocer a hombre alguno. Aunque al único al que quería
conocer en ese sentido era a Jason, pero él ni la miraba siquiera y cuando se
quedaban solos cada mañana, corría a esconderse en el establo. Prefería estar
con las vacas a estar con ella.
Enfadada, dio una patada
a una piedra que se hundió en el agua haciendo que su imagen reflejada
desapareciera. Si esto seguía así, el tonto de Jason acabaría fijándose en
cualquiera menos en ella y eso le daría mucha rabia.
Cuando Sofía regresó,
Jason estaba trabajando en el huerto y
Ruth estaba barriendo el suelo de la casa. Ya había recogido los huevos del
gallinero y había dado de comer a los dos cerdos que estaban criando para San Martín.
Jason dejó lo que estaba haciendo y corrió a ayudar a Sofía a bajar del carro.
Después se lo llevo al establo, donde cepillaría la mula, le daría de comer y
después limpiaría las lecheras para tenerlas preparadas para la mañana
siguiente.
—Mamá, ¿has pasado por el
molino?— le preguntó Ruth cuando la vio entrar en la casa.
—Sí, cariño. Mañana
tendrás tu pastel de cumpleaños, no te preocupes.
Ruth
abrazó a su madre con alegría, muy fuerte, y Sofía se lo devolvió, besándola.
—Te quiero mucho, mamá.
—Y yo a ti, mi niña.
Anda, vete a ayudar a Jason con el carro...
Ruth, con la cara
escondida en el abrazo de su madre, suspiró.
—No creo que sea buena
idea. Últimamente me rehuye... No quiere estar cerca de mí.
—¿De veras? Que raro... Jason
te ha querido siempre mucho. Bueno, puede que tenga que ver con el hecho que ya
no sois niños. Jason hace tiempo que es todo un hombre, y tu mañana cumplirás
16. No estaría bien que siguiérais comportándoos como niños—.Sofía se calló,
pensativa. Tenía razón, ya no eran niños, y desde luego Ruth era una mujercita
encantadora y Jason se había convertido en un hombre muy guapo. ¿Sería posible
que..? Bueno, por qué no, al fin y al cabo tenían muy claro que no eran
realmente hermanos. Eso explicaría que Jason la rehuyese; probablemente se
sintiera culpable. Tendrá que hacer algo al respecto, piensa, y pronto. La idea
que estos dos pipiolos acaben juntos es lógica y no le desagrada en absoluto.
Jason es bueno y no le tiene miedo al trabajo... A veces le recordaba a Mauro,
no físicamente, pero si en su carácter. No podría encontrar un marido mejor
para Ruth.
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