sábado, 23 de marzo de 2013

DESDE EL AMANECER, LIBRO PRIMERO - PRÓLOGO


PRÓLOGO: YO SOY...

El mundo cambia a nuestro alrededor a pasos agigantados y difícilmente reparamos en ello. Por eso, cuando es nuestra vida la que se transforma de repente, nos coge por sorpresa y con la boca abierta, a duras penas preparados para aceptarlo y, por supuesto, totalmente confundidos.
Así he vivido yo estos dos últimos años, de sorpresa en sorpresa, metida de lleno en una especie de cuento de hadas con bruja malvada incluida, descubriendo, a cada paso que daba, una nueva maravilla o una terrorífica locura. La rutina a la que tan acostumbrada estaba y la vida a la que me había acomodado, que eran extremadamente simples, aburridas y carentes de sentido, han desaparecido para siempre, y el futuro que veo cuando miro hacia delante está plagado de emociones intensas, mucha magia y momentos tan increíbles como los que he vivido hasta hoy.
Mi nombre es Akeru, amanecer en japonés. No, no soy nipona, ni Akeru es el nombre con el que me bautizaron mis padres, pero ahora es mi nombre y lo será para el resto de la eternidad. Una exageración, pensarás, al hablar de eternidad, pero no: utilizo esta palabra con todas sus implicaciones. Viviré eternamente porque soy un vampiro y nada puede matarnos: ni estacas, ni cruces, ni la luz del sol, aunque ésta sí nos hiere dolorosamente; ni siquiera morimos si nos privan de sangre, sino que nos secamos como una rosa entre las hojas de un libro, y así permanecemos hasta que podemos  alimentarnos de nuevo.
Somos inmortales, y nuestra estirpe existe desde antes que la Historia fuese siquiera intuida. Dice la leyenda que nuestro Padre, Árjeyónos, nació de Amor y de Venganza cuando los antiguos dioses aún no nos habían abandonado, y que, roto de dolor y desesperación, transformó a los Siete Gerontes  antes de desaparecer, y sólo éstos saben quién es y dónde está. Si supieran que… pero no. Mejor contar las cosas poco a poco, tal y como yo fui descubriéndolas.


El vampiro que me transformó se llama Hikarí, hermoso Hikarí, y le conocí en el bar que solía frecuentar con mis colegas, un garito chiquitito, muy rústico, con buena música heavy y ningún asiento a la vista.
Yo estaba apoyada en la barra bebiendo una Desperado. Hikarí estaba con un amigo al que ya había visto por allí otras veces; éste era un hombre un poco más alto que yo, con larga cabellera negra y mirada profunda. Parecían estar hablando de algo importante, ambos tensos, casi discutiendo. Al final, su amigo se fue y Hikarí se acercó a mí.
Estuvo un rato a mi lado sin decir nada, mirándome de reojo. Yo le sonreí mientras lo miraba directamente, invitándolo de esta manera a entablar conversación. Quizá en otro momento hubiese sido más directa, pero Hikarí era demasiado guapo, con una belleza casi femenina, y el instinto de auto conservación se impuso. Habría odiado que se hubiese limitado a contestar con algún monosílabo.
Al final se decidió, y me preguntó por lo que estaba bebiendo. Nunca había probado una cerveza de esa marca, así que le invité a una: no todos los días se me acercaban hombres como él, guapo guapo, alto, rubio, melenita por los hombros, ojazos azules, cuerpo de infarto...
Brindamos por nada en concreto, haciendo chocar las botellas, y bebimos un largo trago.
—Parece que tu amigo y tú habéis discutido por algo.
No pude evitar hacer el comentario. Ambos eran muy atractivos, de maneras diferentes, y cuando los observé mientras estaban juntos, pude percibir un halo de intimidad más profunda que la que envuelve una simple amistad. Recuerdo que en aquel momento me pregunté si eran amantes.
—Se ha empeñado en que haga algo que no me apetece mucho— me contestó con una triste sonrisa bordeando sus labios.
—¿Y has accedido?
—No le puedo negar nada a Kurayami.
Sus nombres me llamaron mucho la atención. Al principio pensé que eran motes o nicks (en algunos lugares, a mí me conocen por Morgana), pero más tarde descubrí que no, que en realidad Hikarí, (Luz), y Kurayami, (Oscuridad), son sus verdaderos nombres, nombres de vampiro, pues renunciaron al  propio, como todos hemos hecho.
—¿Sois pareja?
Hice la pregunta como si no me importara la respuesta, pero la verdad era que sí. Me sentía atraída por este hombre de pelo rubio, algo extraño cuando siempre me han “apetecido” mas los morenos, y no quería meter la pata ni hacerme estúpidas ilusiones abocadas al fracaso.
—Nah— me contestó—, sólo somos amigos.
Hablamos de mil cosas, coqueteando descaradamente el uno con el otro, buscando que nuestros cuerpos se rozaran de forma “accidental”, diciendo frases con marcados dobles sentidos. Quizá su aspecto era un tanto aniñado y afeminado, pero sus maneras,  gestos y modos, eran totalmente adultos y masculinos.
Me acompañó a casa andando. Vivía cerca del bar donde nos habíamos conocido y pensé que era una tontería dejar que me llevara en coche. No fue porque desconfiase; tampoco era el tipo de mujer que se iba con un hombre que acababa de conocer. Pero con Hikarí fue diferente. Confié en él desde el primer momento; supe, sin lugar a dudas, que no corría ningún tipo de peligro y que no me haría nada que yo no quisiese o desease.
Cuando llegamos ante el portal de mi bloque, apoyé la espalda contra la pared, alargué la mano derecha para agarrarlo de la solapa de la camisa, y lo atraje hacia mí. Nuestras bocas quedaron muy juntas pero sin tocarse. Separé las piernas para hacerle sitio y que pudiera acercarse más. Hikarí puso una mano a cada lado de mi cabeza y apoyó su frente contra la mía. Deslicé las manos por su pecho muy lentamente hasta llegar a la cintura y lo rodeé, abrazándolo y acercándolo más.
—No deberías...
—Ssssht— lo interrumpí, y empecé a besarlo. Al principio, muy tímidamente, con pequeños toques de mis labios contra los suyos. Él me los mordisqueó con suavidad, haciendo que un estremecimiento me recorriera todo el cuerpo y que los pezones se me pusieran duros de necesidad. Apenas unos roces y mi corazón ya estaba desbocado. Y cuando abrió la boca y me invadió con la lengua, casi dejé de respirar. Entraba y salía con ferocidad, demandando de mí una entrega total que estaba dispuesta a darle sin pensar en ninguna consecuencia. Me ahuecó las mejillas con las manos, obligándome a cambiar el ángulo de mi cabeza y así poder profundizar más con su invasión.
Respirábamos entrecortadamente. Nuestros pechos, aplastados el uno contra el otro, subían y bajaban, acompasados con la ansiedad y el deseo que se había apoderado de ambos. Noté cómo su erección crecía rápidamente, encajada en mi entrepierna.
Fue él quién rompió el beso y se apartó bruscamente de mí, cogiéndome las muñecas y deshaciendo mi abrazo. Me miró durante unos segundos, pasándose la mano por el pelo y echándoselo hacia atrás, y vi dolor en sus ojos. No un dolor físico, sino emocional.
Aquello rompió la magia del momento. Ya no me atreví a invitarlo a subir, a pesar que era evidente que me deseaba tanto como yo a él.
Sonrió con tristeza, sacudió la cabeza y me dijo adiós con la mano. Se alejó sin dirigirme la palabra.
No creí que volvería a verlo, pero me sorprendió agradablemente, todo hay que decirlo, cuando, la tarde siguiente, al salir del trabajo, lo encontré esperándome.
Eran las ocho de la tarde y, como un reloj, salía de mi trabajo en la agencia de viajes, hablando con mis compañeras, María y Ana. Había pasado todo el día meditabunda, pensando en qué había hecho mal la noche anterior para que Hikarí se alejara de mí tan bruscamente, pero no pude encontrar ningún motivo para su absurda reacción.
Bajé la persiana de golpe y la cerré con llave. 
            —Uau, vaya bombón —, dijo María relamiéndose, mientras miraba atentamente al otro lado de la calle. Me giré y mi cara se puso roja como un tomate cuando Hikarí me saludó con una sonrisa y cruzó la calle en una ligera carrera.
            —Buenas tardes, preciosa— me dijo al llegar a mi lado, y ante la mirada totalmente asombrada de mis dos compañeras, me cogió por la cintura, me acercó a su cuerpo y me besó. En la boca. Profundamente. Cuando me repuse de la sorpresa, dejé caer el casco de la moto que llevaba en la mano y le respondí enlazando mis brazos alrededor de su cuello, atrayéndolo más. ¡Dios, que bien sabía! ¡Como a helado de fresa! ¿Podía un hombre saber tan dulce y ser real?
—Vengo a invitarte a cenar, si no tienes otros planes —, me dijo.
            Estaba aturdida. Hasta hacía un momento estaba segura que no volvería a verle el pelo, y sin embargo, allí estaba, luciendo su mejor sonrisa, seduciéndome con la mirada, aparecido como por arte de magia. Invitándome a cenar, con una sonrisa en el rostro que era como una invitación a sexo salvaje. Debería estar cabreada y mandarlo a la mierda, pero cuando una no piensa con la cabeza, acaba dando la respuesta que no espera.
—Sí, claro. Pero antes tengo que pasar por casa, darme una ducha y cambiarme de ropa— dije mientras me separaba de su abrazo y me agachaba para coger el casco de la moto, dándole una muy buena visión de mi trasero. Hikarí casi boqueó antes de responder.
            —Como quieras, pero que conste que estás estupenda con lo que llevas puesto.
Sonreí como única respuesta, sin saber qué decir. Al fin y al cabo iba vestida con un estilo bastante… ¿trapero? Tejanos de pitillo gastados, botas de piel, camiseta sin mangas y mi incombustible chaqueta de cuero, la que utilizo siempre que voy en mi Harley.
Eché un vistazo al hombre, que se veía magnífico con unos tejanos oscuros, una camiseta amarilla ajustada al cuerpo y sus zapatillas deportivas de aspecto muy muy caro.
 Me sentía atraída por él, no podía negarlo, pero además tenía mucha curiosidad por saber qué era lo que había hecho que cambiara de opinión y viniera a buscarme después de su brusca despedida la noche anterior.
            —Ya sabes dónde vivo. Pásate a buscarme dentro de una hora y estaré lista.
            Cuando Hikarí asintió con una sonrisa y se alejó después de rozarme los labios con otro beso, suspiré. Estaba desconcertada. Y asustada.
            —¿Y cómo es que no nos has hablado de este pedazo de macho antes? — preguntó Ana con un claro deje de envidia en su voz.
            —Porque no había nada que decir— contesté sin dejar de observar a Hikarí mientras se subía a su coche, aparcado en el otro lado de la calle, para unirse después a la circulación y desaparecer al doblar la esquina. — Me voy, chicas. Nos vemos el lunes.
            —Ya nos contarás—  dijo María con una sonrisa.
            Ni jarta vino, pensé. Que os den, cotillas.
Una hora más tarde, llamaron a la puerta de casa.  Ya estaba lista y bajé corriendo las escaleras. Me había puesto un vestido negro ajustado con un escote cuadrado y generoso, botas altas de tacón anudadas con cordones en la parte delantera (¿he confesado ya que tengo pasión por las botas?) y un abrigo también negro y largo.
Me esperaba dentro del coche, un magnífico deportivo rojo que gritaba a los cuatro vientos que su dueño tenía mucha pasta, pero eso, sinceramente, no me impresionó. Al contrario. Hizo que entrecerrara los ojos y volviera a pensarme si valía la pena ir con él.
            —¿Pasa algo? —me preguntó al notar mi indecisión, y me dirigió su sonrisa más seductora mientras me abría la puerta desde dentro.
            —¿El coche es tuyo? —le pregunté sin decidirme a entrar. Lo último que quería era meterme en el coche de un niño de papá, aunque la noche anterior no me había parecido que Hikarí lo fuera.
            —No, es de Kurayami— me contestó—. No suele usarlo y pensé que quizá a ti te gustaría dar una vuelta en él.
            —Prefiero las motos. ¿Cómo es que te presta un coche tan caro?
            —Ya te lo he dicho. No lo usa y un coche así no puede estar siempre metido en un garaje sin que nadie lo saque a correr.
            —Así que te lo presta.
            —Sí.
            —Debe confiar mucho en ti.
            —Sí.
            —Hasta el punto que te deja usar un coche que cuesta más de lo que yo gano en varios años.
            —Somos como hermanos— replicó con una enorme e inocente sonrisa.
            Asentí sin saber si creerle o no. Recuerdo que pensé que si quisiese presumir de riqueza,  no habría admitido que el coche no era suyo. Quizá lo que decía era verdad. Así que subí.
            —Así que el rico es tu amigo.
            —Inmensamente rico.
            —¿Y qué haces tú para ganarte la vida?
            Hikarí tuvo un ataque de tos mientras arrancaba el coche. Ahora me río al recordarlo, pero tiempo después me confesó que en aquel momento lo puse en un brete. Se había propuesto decirme la verdad, hasta el punto en que pudiera, sin confesar qué era él, pero mi manía de hacer preguntas directas sin dejarme deslumbrar se le atragantó. Estaba claro que no me gustaban los ricachones, que por alguna razón desconfiaba de ellos, y esa desconfianza se trasladaría sobre su propia persona si me confesaba que él también era asquerosamente rico. Así que se decidió a contarme una pequeña mentira.
            —Recibí una pequeña herencia y ella trabaja para mí...
            —O sea, que no das un palo al agua.
            —Lo dices como si fuera un crimen.
            —He conocido a algunas personas como tú. No quiero juzgarte sin conocerte, pero soléis ser superficiales, arrogantes y no apreciáis a nada ni a nadie excepto a vosotros mismos. ¿Tú eres así?
Hikarí se quedó en silencio durante un rato mientras seguía conduciendo. Yo lo miré por el rabillo del ojo y me pareció que durante aquellos segundos en que tardó en contestar, pasaron mil cosas por su mente. Mirando atrás puedo darme cuenta de qué era lo que pensaba. ¿Hasta qué punto podía decirme la verdad y con cuánta mentira podía disfrazarla? Hikarí es una de las personas más honestas que he conocido y sé que en aquellos días lo pasó muy mal. Pero tenía que hacerlo, por Kurayami.
—Hui de mi casa cuando apenas era un adolescente, — admitió en un susurro—. Viví en la calle hasta que Kurayami me encontró y decidió ayudarme, Dios sabe por qué. Pagó mis estudios y, cuando terminé, me dio el dinero suficiente para establecerme y valerme por mí mismo. Te mentí, no ha habido ninguna herencia, pero es que no es algo de lo que me guste hablar. ¿Contesta eso a tu pregunta?
            Me sentí terriblemente avergonzada. Ese arrebato de sinceridad me golpeó profundamente. Nunca quería juzgar a nadie por las apariencias porque sabía que yo misma engañaba a todo el mundo mostrando una máscara que pocas veces era la real, pero había juzgado a Hikarí duramente sólo por su apariencia de ricachón cuando me había dado cuenta claramente, durante la noche anterior, que era un hombre dulce, sincero y nada arrogante.
            —Lo siento. Me he comportado como una idiota— dije realmente compungida, y me pregunté cuándo me había convertido en una persona tan desconfiada.
Sabes cuándo, pensé recordando a mi ex. Maldita sea su estampa.
Hikarí sonrió mientras aparcaba y, cuando terminó, me guiñó un ojo y me dedicó una de sus maravillosas sonrisas antes de abrir la puerta y bajar del coche. Cuando yo le seguí y cerré la puerta, él ya estaba allí a mi lado. Me cogió entre sus brazos y hundió la cara en mi cuello, aspirando mi aroma a mujer y a perfume floral, deliciosamente dulce y suave, (confesión suya de algún tiempo después). Me apretó contra su cuerpo y yo lo rodeé con mis brazos, casi acunándolo.
            —No importa— me dijo desde el refugio de mi cuello. —Quizá algún día más adelante, cuando nos conozcamos mejor, te cuente toda la historia—. Se separó de mi levemente, lo justo para poder rozarme los labios con los suyos en un beso fugaz—. Tengo hambre. ¿Entramos a cenar?

En los meses que siguieron a ese primer encuentro, nos vimos a menudo. A veces Kurayami se unía a nosotros y participaba en la conversación, pero casi siempre se mantenía apartado, mirando el vacío, como si tuviese muchas cosas en qué pensar o no le interesara nada de lo que había a su alrededor. Las noches que no venía, sentía en el corazón una punzada de rabia (¿dónde estaba Kurayami? ¿por qué no había venido?), aunque me olvidaba de ello en cuanto me sumergía en la mirada del rubio Hikarí.
Fueron semanas extrañas y confusas. Me sentía muy atraída por Hikarí y me moría porque me tocara, pero él se comportaba siempre como un auténtico caballero sin propasarse ni un solo segundo. Eso me mosqueaba sobremanera, pero cuando lo descubría mirándome con ojos tiernos, me derretía.
Quizás es tímido o puede que ¡no esté emitiendo las señales adecuadas! Mierdamierdamierda. ¿Qué hago? ¿Le salto encima y le arranco la ropa a bocados? ¿Se dará cuenta si hago eso?
Alguna vez lo hice. Lo de saltarle encima, me refiero. Algo muy fácil de hacer si tienes el morro suficiente y estás bastante desesperada, aunque no lo aconsejo en un puñetero deportivo. Acabas con el cambio de marchas clavado en salva sea la parte y las piernas, por pendientes.
En esas contadas ocasiones, he de confesar que me fui a casa bien contenta. Tiene unas manos que obran maravillas, mi Hikarí. ¿Hacer desaparecer un elefante en un escenario? Eso es una tontería al lado de la magia que hace este hombre con sus deditos. Sentir su lengua investigando mi boca como si fuera un territorio virgen e inexplorado, mientras sus manos se adentraban por debajo de mis bragas, me hacían ver... ¿como decía el replicante de Blade Runner? “He visto rayos C, brillar más allá de la Puerta de Tannhäuser”. Sip, algo así era lo que veía.
Pero no llegaba más allá. Digamos que... no me dejaba cruzar la puerta para ver qué había al otro lado. Él había recorrido mi cuerpo con manos y lengua, y yo ni siquiera sabía si su pecho era velludo o lampiño. Frustrante.
Afortunadamente para mí, Hikarí decidió contarme su secreto.
La noche que me confesó que ellos dos eran vampiros, estábamos cenando en la terraza de un restaurante a orillas del Mediterráneo, la luna rielando sobre las tranquilas aguas, un entorno romántico y seductor que esperaba levantara la libido de Hikarí de una puñetera vez. Recuerdo que me reí tanto del chiste —vampiros, ja ja— que casi me caí de la silla, llamando la atención de los demás comensales; seguro que alguno pensó que iba borracha, pero ya entonces ese tipo de cosas no me importaban lo más mínimo.
Él me miraba, atento a mi reacción, creo que estudiándome; sí, eso era lo que había estado haciendo durante todo ese tiempo, observarme, conocerme, para decidir si debía dar el siguiente paso o no.
Bueno, pasé el primer examen. ¿Qué vendrá ahora?
Pude leer en sus ojos por primera vez y me decían, divertidos, ríete todo lo que quieras, que cuando aceptes la verdad, hablaremos. Fue esa mirada la que me hizo comprender que hablaba en serio; eso y el hecho de que, acercando su rostro al mío, me enseñó sus colmillos. Yo ya sabía que había personas que se ponían colmillos falsos, pero esos no suelen tener la movilidad que tuvieron los de Hikarí en aquel momento, saliendo y entrando de sus encías como si estuvieran decidiendo si ir a dar un paseo o no. Me aterró y me fascinó. Y pensé en lo que sentiría si se decidía a morderme.
Sí, sí, ya lo sé. ¿Un tío me confiesa que es un vampiro, me enseña sus colmillos, y no salgo corriendo? Qué quieres que te diga. Era Hikarí. ¡No puedo dar otra excusa! Me había demostrado con creces que podía confiar en él. ¿Por qué tenía que dejar de hacerlo, por culpa de dos colmillos cachondos, cuando en realidad lo que quería, era que me hincara el diente?
Cuando le pregunté que por qué me lo contaba, su respuesta me dejó estupefacta.
Una de las características básicas del carácter del vampiro es la reserva de la que hacemos gala a la hora de hablar de nosotros mismos. Un vampiro nunca, bajo ninguna circunstancia, te dirá que lo es... a no ser que quiera convertirte.
Me lo propuso aquella misma noche.
Me cogió por sorpresa, por supuesto. Me estaba diciendo que era un vampiro y que quería convertirme ¡a mí! en uno de ellos. Lo primero que me pasó por la cabeza fue preguntarle por qué me pedía permiso y no lo hacía así, sin más. De repente, todo el mito de los vampiros, seres sin alma, diabólicos, malos malísimos que perseguían a las muchachas vírgenes para alimentarse de ellas, se vino abajo estrepitosamente.
—Tenemos alma, y conciencia —me dijo—. El ser humano, el homo sapiens sapiens, se ha empeñado en dignificarse, en divinizarse alzándose por encima del resto de seres vivos de la Creación enarbolando la bandera de la exclusividad de su alma; y por eso, para demonizar al resto de especies inteligentes que compartimos este mundo, os habéis encargado de arrancarnos el alma a mordiscos, de convertirnos en monstruos sin conciencia a los que hay que temer y odiar... —parecía estar realmente dolido con eso, como si en algún momento esas supersticiones le hubieran arrebatado algo importante—. Pero no es así. Somos seres sensibles, mucho más que vosotros, y el dolor, aunque sea ajeno, nos es muy molesto. Jamás te convertiría en contra de tu voluntad porque tu vida sería un infierno eterno y yo lo sufriría contigo, lo sé muy bien —añadió. ¿Experiencia propia? me pregunté en aquel momento—.  La vida del vampiro es muy hermosa pero a la vez es oscura y lóbrega, eclipsada por la falta de sol, la ausencia de luz. Quien decide unirse a nosotros debe abandonar completamente su anterior vida, morir para todos para renacer de nuevo. Es muy duro al principio y no puedes soportarlo a no ser que lo hayas elegido voluntariamente. Además, nuestra existencia depende exclusivamente de vuestra ignorancia, pues el ser humano teme todo lo que desconoce y destruye todo lo que teme. ¿Cual crees que sería la mejor venganza de un vampiro convertido a la fuerza?
—Hacer pública vuestra existencia, supongo. Mostrarse tal cual es y provocar una caza implacable.
—Por ejemplo. Si eso llega a ocurrir alguna vez— se estremeció visiblemente— estallará una guerra entre humanos y vampiros que puede llevaros a la extinción.
—Y sin nosotros no sobreviviríais.
—Lo has pillado a la primera—, dijo  y sonrió de nuevo.
En este punto he de hacer un inciso para hablar sobre la sonrisa de Hikarí porque no es algo para tomárselo a la ligera. Cuando curva sus labios y los entreabre, muestra brevemente el paraíso y el sol luce de noche, porque el mundo se ilumina y parece un lugar mucho mejor donde vivir, cálido y alegre, feliz, lleno de esperanza y belleza. Así es su sonrisa, y si la miras demasiado rato corres el peligro de quedar atrapada allí para toda la eternidad, pues después de acostumbrarse a algo tan hermoso tus ojos se negarán a mirar a otra parte.
—Soy… lista…— le repliqué embobada, sin saber realmente qué coño estaba diciendo. Sacudí la cabeza para apartar los ojos de su boca y poder pensar con claridad o por lo menos, intentarlo. ¿Qué narices quería preguntarle? Ah, sí…— ¿Qué harás si no acepto?
—Me alimentaré de ti y olvidarás esta conversación. No te preocupes, no es doloroso, al contrario... Será tan placentero como hacer el amor...
Y hasta ahí mi fantasía de un mordisco erótico, aunque la última frase la dijo susurrando, y créeme cuando te digo que estuve tentada de negarme solo para probar esa boca en mi cuello... Pero pensé que sería una estupidez desaprovechar la oportunidad de una vida eterna, llena de quién sabe qué misterios, por un solo e insignificante momento de placer, cuando podía tener a mi alcance todo el erotismo y la felicidad del mundo de manos de Hikarí.
— ¿Es una cuestión de fe? — le pregunté de repente, y le tocó a él el turno de estar desconcertado—. Lo que quiero saber es si cambiarás de opinión si te pido otra prueba. Te creo —me apresuré a añadir—, no me malinterpretes, pero… todo lo que me estás contando es tan… increíble.
Entonces volvió a sonreír, yo me derretí (Dios que sonrisa) y vi, por segunda vez cómo sus colmillos se alargaban ante mis propios ojos.
—¿Esto no es suficiente? — me preguntó, burlón, mientras sus colmillos volvían a la posición original.
—Pues no. Me gustaría ver cómo te alimentas de alguien— conseguí balbucear. Y entonces, sacando valor de no sé donde, me atreví a formular la pregunta que realmente me estaba torturando— ¿Por qué yo?
—Porque eres especial—. Lo dijo como si fuera algo evidente y no necesitara más explicación. ¿Especial? ¿Yo? ¿En qué universo? — Y si realmente me quieres ver en acción…— se calló durante unos segundos mientras echaba un vistazo a su alrededor— ¿qué te parece la rubia que está sentada sola en aquel rincón? Parece que la han dejado plantada y no está muy feliz. ¿Quieres que le anime un poco la noche?
—Si a ti te parece bien, a mí también.
—Bien, pero antes debo advertirte de algo. El proceso de alimentación de un vampiro es muy… sexual. ¿Entiendes?
Entre el susurro de su voz, la sonrisa de su boca y las palabras que había pronunciado (porque eres especial), casi me corro allí mismo. En aquel momento, me di cuenta que en el fondo, era una pervertida. No solo no me escandalizaba lo que fuera que me estaba proponiendo (que no tenía ni idea de qué coño era), sino que me estaba excitando por momentos.
—Entiendo— contesté. Mentira cochina, pero, ¿a quién le importaba?
—Entonces es mejor que paguemos la cuenta y salgamos.
Y sin casi darme cuenta, me convertí en la espectadora totalmente voluntaria del acto más erótico que había visto en mi vida. Me faltó poco para correrme sin necesidad que me tocaran. Ver la sensualidad de Hikarí en acción, ser consciente de cómo tocaba íntimamente a una desconocida en un rincón oscuro de un callejón, de los gemidos de ella mientras él la acariciaba… despertó mi lado voyeur que me fue presentado en aquel mismo momento (hola, qué tal, encantada) y me abrió las puertas a un mundo que nunca creí que pudiera existir.
Y cuando Hikarí hundió los colmillos en el cuello de la mujer en el mismo momento en que ella gritaba su orgasmo, se me doblaron las rodillas y casi me caí al suelo.
Me apoyé en la pared mientras seguía mirando y escuchando el sonido que hacía Hikarí al sorber y tragar la sangre. Ni un solo hilillo resbaló por el cuello de ella. Cuando terminó, la rubia se quedó inconsciente entre los brazos de Hikarí, que me miró algo indeciso. En aquel momento no supo si había hecho bien o no al mostrarme tan abiertamente el mundo al que quería introducirme. Supongo que esperó que me asustara o me escandalizara y que gritara… pobre. Debería haberme conocido mejor que eso, a esas alturas. No me escandalizo por nada y pocas cosas me asustaban ya en aquella época.
Lo miré mientras sostenía a la mujer entre sus brazos.
—¿Y bien? — me preguntó. Me acerqué a él, le acaricié los labios con el pulgar y sonreí como respuesta.

Supongo que antes de seguir debería hablar un poco de mí para que comprendas lo que pensé en aquel momento y por qué tomé aquella decisión. No fue la promesa de vida eterna (verdaderamente tentadora), ni la atracción que en aquel momento sentía por Hikarí o el evidente estado de excitación en que me encontraba, ni siquiera el odiar la mierda de vida que tenía, sino algo muy simple y terriblemente humano: unas ansias atroces de encajar en algún lado y de encontrarle sentido a mi vida.
Cuando conocí a Hikarí, hacía más o menos un año que vivía sola. Mi hermano mayor ya estaba casado y mi padre acababa de jubilarse cuando decidió que quería volver a vivir en el pueblo del que se marchó cuando era un niño, y donde tenía una casa en la que veraneábamos cada año. Arrastró a mamá con él e intentó hacer lo mismo conmigo pero yo me negué en redondo; amenazó con vender el piso y dejarme en la calle, pero mi determinación a vivir bajo un puente antes que verme enclaustrada en un pueblo en el que ni siquiera había un cine, y donde el ADSL era poco menos que un insulto, le hizo ceder y dejarme el piso para mí.
Yo ya había terminado mis estudios y en la agencia de viajes donde trabajaba me habían hecho fija, con lo que mi vida profesional parecía momentáneamente encarrilada. Todo lo contrario que  mi vida sentimental, pues hacía unos meses que había encontrado a mi novio de toda la vida en la cama con la que se suponía era mi mejor amiga, y el desastre emocional en el que me sumió esa traición fue superado gracias a una borrachera de tres días en la que conseguí hablar con Dios (fue una alucinación grandiosa), y a comprender a través de Él que la mayoría de humanos no valen el suelo que pisan, y mucho menos mis lágrimas y mi cordura. Así que encaré la vida con alegría y optimismo, haciéndome la fuerte y parcheando mi corazón roto... Aunque esa espina se quedó clavada y sólo pude quitármela meses después, ya convertida. Pero eso, más adelante...
Parecía que en mi vida todo iba viento en popa. ¿Por qué no? 27 años, guapa (eso decían, aunque cuando yo me miraba en un espejo me preguntaba si no verían algo completamente diferente cuando los demás me miraban a mí), simpática, con un buen trabajo y un buen sueldo, con un piso para mí sola (todos mis amigos aun vivían con sus padres porque no podían permitirse otra cosa), sin compromiso que agobiara mi libertad de acción... Lo tenía todo para ser feliz y, sin embargo, había en mi vida un vacío enorme que no sabía cómo llenar, como si mi corazón fuese un pozo sin fondo que lo devoraba todo sin compasión. No había nada, nada, que pudiese rellenar esa ausencia que no podía identificar, esa falta de ganas de vivir en lo más hondo de mi espíritu; mi vida no tenía razón de ser y no entendía por qué. Solo había una cosa que me hacía feliz: desaparecer todo un fin de semana a lomos de mi Harley, sentir la fuerza del viento golpear en mi cuerpo, el rugir del motor entre mis piernas y acabar la noche durmiendo en el cuartucho de cualquier pensión, con el cuerpo entumido por las horas de viaje pero feliz por la sensación de libertad alcanzada, aunque solo fuese un vacuo espejismo que desaparecía con la llegada del lunes y la vuelta a la rutina.
En aquella época no sabía muy bien por qué me sentía desdichada; según mi estado de ánimo del momento le echaba la culpa a una cosa o a otra, pero nunca llegué a tenerlo muy claro. Mirando con la perspectiva que da el tiempo, me doy cuenta de una cosa: todo el mundo pertenece a algo a lo que se agarra con todas sus fuerzas; puede ser la familia, o un grupo de amigos con los que compartes aficiones, o un colectivo con el que trabajas para conseguir un objetivo, o un sueño que quieres alcanzar y que te motiva a seguir adelante. Yo no tenía nada y por lo tanto no pertenecía a ningún lugar, no encontraba mi sitio en el mundo y me sentía totalmente desarraigada. ¡Era una adolescente de 27 años!
En este estado me encontraba cuando Hikarí se acercó a mí y, poco a poco, a través de las conversaciones mantenidas, intuí un lugar al que pertenecer, un mundo nuevo al lado de aquellos dos hombres, uno siempre sonriente, el otro permanentemente taciturno, en el que yo podría encajar a la perfección. Aún no sabía  nada de vampiros ni oscuridad pero supe, de alguna forma que no alcanzo a comprender, que a través de ellos iba a encontrar lo que hasta ese momento me había sido negado. Por eso, cuando Hikarí me hizo esa propuesta tan descabellada (conviértete en uno de nosotros y vive una eternidad de placer), no lo pensé ni un segundo y acepté. Iba a emprender un viaje maravilloso a través de la noche eterna y por el camino, dejé olvidado todo aquello que lastraba mi vida hasta convertirme en el nuevo ser que soy ahora, y que nada tiene que ver con aquella muchacha a la que Hikarí convirtió.
Ya sé lo que pensaréis muchas de vosotras, y estoy totalmente de acuerdo: una mujer debe encontrar su lugar en el mundo por ella misma y no a través de un hombre. No era eso exactamente. Por lo menos, no del todo. Mirándolo con la perspectiva que te da el tiempo, creo que fue más un presentimiento, un vislumbre fugaz de un futuro como no había imaginado. Hikarí no me sedujo con palabras de amor, ni me manipuló con la esperanza de algo más entre nosotros. De alguna forma, sabía que él no me amaba, que no estaba enamorado de mí, a pesar de sus miradas y sus sonrisas. Y sorprendentemente, a pesar de todo lo que puedas pensar, yo sabía que no lo estaba de él. Oh, sí, le quería, me divertía con él, me fascinaba su sonrisa y deseaba que me hiciera el amor. ¿Pero enamorada? No, en absoluto.
Pero sí me enamoré del mundo al que me asomé durante unos minutos, en aquel callejón oscuro, viéndolo alimentarse, saboreando cada instante, cada gota, cada gemido.
Y quise desesperadamente atravesar el velo que lo separaba de mí.








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