Lucía miró con ternura
la foto que presidía la mesita de noche. Un halo de tristeza la envolvió
mientras pasaba la mano con cuidado por el cristal, intentando vanamente
acariciar la imagen de Alex, su marido. Cinco años habían pasado desde que se
habían hecho esa foto, el día de su boda. En ella estaban los dos, sonrientes y
dichosos, convencidos que era el comienzo de un felices para siempre. Y
realmente lo había sido, ¿no? hasta cuatro meses atrás.
Lucía
suspiró mientras devolvía la foto con su marco plateado a su sitio y se
levantaba de la cama donde había estado sentada.
Durante
cinco años habían sido todo lo felices que pueden ser dos personas que
comparten una vida. Había habido discusiones, por supuesto, desavenencias
tontas que se habían resuelto poniendo de ambas partes y que habían llevado a
unas reconciliaciones salvajes y apasionadas.
Se
querían y se deseaban. Entonces, ¿por qué Alex hacía cuatro meses que no la
tocaba? Tocarla... si a duras penas le dirigía la palabra, excepto por algún
que otro monosílabo ocasional y desganado.
Lucía
había intentado hablar con él, pero Alex se excusaba diciéndole simplemente que
estaba teniendo problemas en el trabajo y que estaba preocupado, que eso era
todo. Y esa era la misma excusa que le daba cada noche cuando le decía que no
lo esperara para cenar, que llegaría tarde. Trabajo.
Mentiras.
Lucía
lo había comprobado. Ricardo, amigo de ella y compañero de Alex en el bufete de
abogados donde trabajaba, le había dicho que ni tenía exceso de trabajo ni
había ningún problema.
Es
curioso cómo las mentiras se saben sin siquiera quererlo. Ricardo había llamado
a Lucía preocupado porque últimamente Alex parecía ausente, nervioso y, en
ocasiones, esgrimía una agresividad que no era normal en él y quería saber si
todo iba bien entre ellos porque no había nada en el trabajo que justificara su
actitud. Así fue como Lucía se enteró que Alex mentía.
De eso hacía una
semana, siete días en que su mente no había dejado de darle vueltas y vueltas
al asunto, y con cada giro que daba, la pelota se hacía más grande. Y por mucho
que intentaba que Alex hablara con ella, él no soltaba prenda.
Así llegó a la peor
conclusión posible.
Alex tenía una amante.
Y
aquí estaba ella, un 31 de diciembre por la tarde, arreglándose para la fiesta
de fin de año que Ricardo celebraba en su casa para todos sus amigos y en la
que iba a darles una noticia, que ella ya conocía, y que los iba a dejar
asombrados.
Una
fiesta a la que no tenía ningunas ganas de ir pero a la que no podía faltar.
Ricardo iba a necesitar a todos sus amigos allí esta noche y no podía fallarle.
Alex
aparcó el coche en frente de su casa y miró hacia la ventana del primer piso,
la de su dormitorio, donde Lucía estaría arreglándose para la fiesta. Una
jodida fiesta de fin de año en casa del imbécil de Ricardo. Con las ganas que
tenía de partirle la cara al gilipollas y tendría que estar allí, durante toda
la noche, poniendo buena cara y sonriendo mientras se comían las uvas. Así se
atragantara.
Agarró
el volante con fuerza hasta que los nudillos se le pusieron blancos,
imaginándose que era el cuello de Ricardo lo que tenía entre sus manos. Si sólo
pudiera... pero era un cobarde, un calzonazos, un idiota enamorado.
No
quería decir que lo sabía, que los había visto, porque eso podría significar el
principio del fin y no soportaría perder a Lucía. Ella era su vida, su alma, el
aire que respiraba. Sin ella no era nada. Y si confesaba que los había visto
cuatro meses atrás...
Esa
imagen no podía apartarla de su mente. La veía cada vez que cerraba los ojos e
intentaba dormir. Cada vez que se miraba en el espejo no era su reflejo lo que
veía, sino a Lucía y Ricardo, abrazados, besándose, tal y como estaban hacía
cuatro meses cuando entró en casa dos horas antes de lo normal.
Apretó
los ojos forzándose a impedir que las lágrimas se escaparan. No quería
recordar, quería olvidar, pero no había milagros que lo salvaran.
Nunca
había creído en aquel axioma que decía que la ignorancia era la felicidad, pero
ahora estaba convencido que así era. Mientras había sido ignorante de lo que
pasaba entre su mujer y su mejor amigo, él había sido feliz. En cuanto se
enteró, y de la forma más cruel posible, su felicidad había volado por la
ventana junto con su cordura.
Fue
un cobarde. Debería haber interrumpido su abrazo, haberles gritado, haberse
enfrentado a Ricardo, incluso darse de puñetazos. Hacer las maletas e irse. En
su lugar, se había tragado el orgullo, las lágrimas y el amor propio y se había
ido sin hacer ruido, sin interrumpirles, con el alma rota a pedazos y el
corazón destrozado. Ellos nunca supieron que había estado allí.
¿Por
qué? ¿Por qué le habían hecho esto? ¿Cómo podían engañarle de esta manera?
Lucía
oyó el ruido de la puerta mientras se enfundaba en su vestido de noche de satén
negro. Suspiró profundamente y recordó la misma fecha el año anterior. Alex la
había encontrado vestida sólo con la ropa interior de encaje negro y no había
tardado mucho en arrancársela y hacerle el amor. Habían llegado tarde a la
fiesta.
Hoy
no pasaría lo mismo. Alex entraría, a duras penas la miraría, se iría a la
ducha directo y se vestiría sin pronunciar casi ni palabra.
Tuvo
ganas de llorar.
¿Cuándo
tendría el valor suficiente para hacerle la pregunta? Alex, ¿tienes una amante?
Pero
hoy no era el día adecuado. Quizá ayer lo hubiera sido, o antes de ayer, o
antes de Navidad... pero Lucía tenía tanto miedo que la respuesta fuera Sí, de verse sola en estas fechas, que
se aguantó las ganas. El día de Navidad, cuando se reunieron con la familia,
fue una auténtica tortura. Sonrisas falsas, ocultando la tristeza y la amargura
que la estaba matando. Y hoy sería más de lo mismo.
Mañana, se dijo, mañana tendremos esta conversación.
Se
puso de espaldas a la puerta del dormitorio mientras intentaba subir la
cremallera del vestido. Esperaba poder hacerlo sola porque en estos momentos
odiaría tener que pedirle ayuda a él.
Alex
abrió la puerta del dormitorio y vio a Lucía peleándose con la cremallera del
vestido. Un vestido negro de raso ajustado que resaltaba su piel rosada y su
cabello rubio. No llevaba sujetador.
Se
le revolvió el estómago y una furia desconocida le nubló la vista. Apretó con
rabia los puños y los dientes. No, se
dijo, no para él. No para Ricardo.
—No
pienso ir a la fiesta— dijo con la voz ahogada por la ira—. No pienso ir a
ponerle buena cara a tu amante.
Lo
soltó antes de darse cuenta que lo había dicho en voz alta y cuando fue
consciente sintió que su vida se le escapaba por la boca. Ya no había marcha
atrás. No podía soportarlo más.
Lucía
se quedó rígida por la sorpresa. ¿Mi
amante? Se giró poco a poco hasta quedar cara a cara con Alex. Lo vio
plantado en el marco de la puerta, su cuerpo tenso por la rabia, respirando con
dificultad.
—¿Mi...
amante?— repitió en un susurro—. ¿Qué amante?
—Ricardo.
No lo niegues. Os vi hace cuatro meses. En la cocina. Estabais abrazados
besuqueándoos. ¿Por qué, Lucía? ¿Por qué?
—No
soy yo quien tiene un amante, Alex. No soy yo quien se ha negado a hacer el
amor. Has sido tú quien no me ha tocado en cuatro meses.
—¡Estabais
besándoos! Joder, Lucía, no intentes negarlo. ¡Lo vi con mis propios ojos!
Alex
no se atrevía a moverse. Congelado en la puerta, sabía que si daba un solo paso
no sería capaz de controlarse. No sabía lo que haría. ¿Gritar? ¿Romper algo?
¿Llorar? Se desharía y dejaría de ser.
Lucía
inhaló profundamente. Se llevó una mano al rostro y tapó sus ojos, intentando
recordar. ¿Ricardo y ella, abrazados? Eso era una estupidez... pero lo que más
daño hacía era que Alex hubiese pensado que ella era capaz de engañarlo de esta
manera. Eso dolía, dios, cómo dolía.
—Ricardo
es gay—, soltó mientras bajaba su mano y lo miraba a los ojos—. No sé qué fue
lo que viste, pero es evidente que no era lo que tú creíste. Hoy va a
contárnoslo a todos después de las uvas. Yo lo sé porque estaba asustado y
confuso y necesitaba una amiga que le escuchase.
Lucía
habló casi sin ganas. Así que había sido eso. El día que Ricardo había acudido
a ella porque estaba confundido y asustado. La noche anterior había hecho el
amor con otro hombre y había descubierto que le gustaba. Por eso nunca había
sido feliz con sus relaciones, por eso nunca había encontrado la pasión con una
mujer. Porque era gay, algo que nunca se había planteado durante sus treinta y
cuatro años de vida. Y la verdad le había golpeado tan fuerte y tan duro que se
había sentido perdido y desorientado, y necesitado de una amiga para hablar.
Ella le había abrazado con ternura y él se había aferrado a ella, llorando,
enterrando la cabeza en su cuello, apretándola contra él.
Lucía
se lo contó a Alex sin inflexión en la voz mientras se sentaba a los pies de la
cama. Tan asustada como había estado, pensando que Alex la engañaba...
Alex
sintió que el alma se le caía a los pies. Todas sus dudas, todo su dolor, todo
el tormento que había soportado durante cuatro interminables meses... había
sido por nada. Absolutamente nada. Si hubiese hablado, si hubiese preguntado,
si hubiese reaccionado como un hombre en aquel momento en lugar de como un
cobarde. Se lo habría ahorrado todo.
No
pudo evitarlo. Las lágrimas por fin se escaparon de sus ojos. Lágrimas de
arrepentimiento por haber dudado de su mujer; de alivio por haber estado
equivocado; de rabia por haber sido tan estúpido.
—¿De
veras creíste que Ricardo y yo éramos capaces de engañarte de una forma tan
cruel?— preguntó Lucía mirándolo a los ojos. Él asintió.
—Creí
que me moría, Lucía. Creí que me moría.
Se
derrumbó, física y emocionalmente. Apoyó la espalda contra el marco de la
puerta y dejó que su cuerpo resbalara hasta quedar sentado en el suelo. Apoyó
los brazos sobre las rodillas, escondió su rostro y empezó a sollozar.
—Lo
siento—, dijo—. Siento haber sido tan estúpido.
Los
hombros le temblaban, incontrolables, y se aferró con las manos a sus propios
brazos, deseando, rezando, porque ella pudiese perdonarle su falta de confianza.
Las
lágrimas también corrían por el rostro de Lucía, destrozando el maquillaje que
tan cuidadosamente se había aplicado un rato antes. Pero no le importaba. A la
mierda el maquillaje. Se sentía herida por la actitud de Alex durante todos
estos cuatro meses, por su indiferencia, su crueldad y su obstinación en no
hablar.
—¿Por
qué te has mantenido callado durante todo este tiempo? Si era eso lo que
creías, ¿por qué no dijiste nada? En lugar de eso, me decías que te quedabas a
trabajar, sólo para evitar estar conmigo. Huiste. Mentiste.
La
voz de Lucía sonó cansada. Como si estuviese soportando un peso que la
estuviese partiendo en dos. Alex la miró, alarmado, y en su rostro vio todo el
dolor que había acumulado durante los últimos cuatro meses, todo el daño que le
había hecho con cada palabra no dicha, con cada ausencia injustificada, con
cada mentira pronunciada.
—Tenía
miedo—, confesó sin apartar la mirada de ella—. Estaba aterrorizado de
perderte. Si decía que lo sabía ¿qué te impediría dejarme para irte con él? ¿De
qué manera podría haberte retenido a mi lado?
—Pero
hubieras sabido la verdad.
—Creía
saberla y eso era lo que me estaba matando por dentro. ¿De qué me hubiera
servido oírla de tu boca?
Siguieron
mirándose durante mucho rato. Ninguno de los dos se atrevió a moverse durante
largos minutos que parecieron horas. Aturdido, asustado, sabiendo que las
próximas palabras que pronunciara, que el siguiente gesto que hiciera, podrían
significar el perdón por sus pecados o el adiós definitivo.
Al
fin, Alex se levantó y fue hacia Lucía. Ella seguía sentada en la cama,
mirándolo. Él se arrodilló delante de ella, apoyó la cabeza en sus muslos y se
abrazó a su cintura.
—Lo
siento, Lucía. Lo siento. No puedo decir otra cosa. Fui un estúpido, un
imbécil, un impresentable. No tengo excusa.
Y
volvió a llorar, aferrándose a ella como si así pudiera impedirle que se fuera
si ésa era su decisión.
Lucía
suspiró y se limpió las lágrimas con las manos. Estaba enfadada, se sentía
insultada, pero en el fondo sabía que si la situación hubiera sido a la
inversa, ella hubiera pensado lo mismo. Sonrió. Si ella se hubiera encontrado a
su mejor amiga aferrada a su marido,
hubieran salido en la página de sucesos del periódico.
Lo
abrazó, apretándolo contra ella, y bajó la cabeza hasta posar los labios en su
pelo.
—Te
perdono—, le dijo y durante un instante él se aferró aun más. Después levantó
la cabeza hasta quedar frente contra frente, labios contra labios.
Se
besaron. Empezó de una forma tierna, suave y ligera como la esperanza. Pero al
cabo de un instante sus bocas se volvieron salvajes, demandando más, exigiendo
más la una a la otra. Sus lenguas se enroscaron, sus manos acariciaron, las
lágrimas se mezclaron y la ropa cayó, pieza a pieza. Desesperados, atormentados
porque habían creído perderse el uno al otro, quisieron reencontrarse con una
pasión desmedida y salvaje.
Lucía
gritaba, rogaba, exigía más. Alex la complacía sin dudarlo un instante,
entregándose de nuevo, con el cuerpo y el alma desnudos ante ella. La besó y la
lamió. Chupó sus pezones hasta que ella gritó. Acarició cada curva de su
cuerpo, cada recodo, cada milímetro de su piel.
Lucía
lo abrazaba, acariciaba, clavaba las uñas en su espalda mientras él empujaba
dentro de ella, reclamándola de nuevo, sabiendo que había estado a punto de
perderla por culpa de su estupidez, dando gracias porque no había sido así.
Nunca más, se decía, nunca más desconfiaré. Jamás volverá a haber
silencios entre nosotros.
—Te
quiero, mi amor— susurró Lucía un segundo antes de que el big bang se
reprodujera tras sus párpados.
—Siempre,
mi vida. Siempre, Lucía, mi amor— contestó él, y dejó que su cuerpo se
deslizara vertiginosamente hacia el orgasmo.
Relajados,
satisfechos, sintiendo que la pesadilla que habían vivido durante los últimos
cuatro meses había quedado atrás, se abrazaron, ella apoyando la cabeza sobre
el pecho de él, él rodeándola con sus brazos y besando su pelo.
—Te
quiero, Lucía— dijo Alex.
—Mmmmpf—
contestó ella medio dormida ya. De repente levantó la cabeza, miró el reloj
sobre la mesita de noche y se levantó de un salto—. Joder, joder, joder. Son
casi las nueve de la noche. Venga, arriba—, le dijo a Alex mientras corría a la
ducha—. O nos perderemos la presentación oficial del novio de Ricardo.
—¿El
novio de Ricardo?— preguntó Alex levantándose de un salto de la cama, pero ella
ya no le oyó con el ruido del agua de la ducha cayendo ya sobre su cabeza.
El
novio de Ricardo. Alex empezó a reír a carcajadas.
—Lucía,
¿crees que Ricardo se enfadaría si le doy un abrazo de oso amoroso a su novio?—
le preguntó mientras entraba en la ducha con ella. Lucía le tiró la esponja
llena de espuma a la cabeza.
—Eres
un hombre malvado, Alex. ¿No te lo había dicho?
Él
se rió de nuevo y ella se derritió al volver a oír esa risa que tanto había
echado de menos. Se abrazó a la cintura de Alex, apoyando la cabeza en su
pecho.
-Lucía,
cariño, si sigues haciendo eso nunca llegaremos a la fiesta de Ricardo.
-¿Que
fiesta?- preguntó ella distraída mientras esparcía besos por su pecho. Alex volvió a reír y ese fue el sonido más
maravilloso que jamás había escuchado.
FIN
Muy buena todos tus relato
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
EliminarQue bonitooooo!! Me ha encantado guapa!!
ResponderEliminar¡Gracias Mar!! Tú que me miras con buenos ojos jajajaja
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