viernes, 28 de septiembre de 2012

Relato: Desesperado fin de año


        Lucía miró con ternura la foto que presidía la mesita de noche. Un halo de tristeza la envolvió mientras pasaba la mano con cuidado por el cristal, intentando vanamente acariciar la imagen de Alex, su marido. Cinco años habían pasado desde que se habían hecho esa foto, el día de su boda. En ella estaban los dos, sonrientes y dichosos, convencidos que era el comienzo de un felices para siempre. Y realmente lo había sido, ¿no? hasta cuatro meses atrás.
Lucía suspiró mientras devolvía la foto con su marco plateado a su sitio y se levantaba de la cama donde había estado sentada.
Durante cinco años habían sido todo lo felices que pueden ser dos personas que comparten una vida. Había habido discusiones, por supuesto, desavenencias tontas que se habían resuelto poniendo de ambas partes y que habían llevado a unas reconciliaciones salvajes y apasionadas.



Se querían y se deseaban. Entonces, ¿por qué Alex hacía cuatro meses que no la tocaba? Tocarla... si a duras penas le dirigía la palabra, excepto por algún que otro monosílabo ocasional y desganado.
Lucía había intentado hablar con él, pero Alex se excusaba diciéndole simplemente que estaba teniendo problemas en el trabajo y que estaba preocupado, que eso era todo. Y esa era la misma excusa que le daba cada noche cuando le decía que no lo esperara para cenar, que llegaría tarde. Trabajo.
Mentiras.
Lucía lo había comprobado. Ricardo, amigo de ella y compañero de Alex en el bufete de abogados donde trabajaba, le había dicho que ni tenía exceso de trabajo ni había ningún problema.
Es curioso cómo las mentiras se saben sin siquiera quererlo. Ricardo había llamado a Lucía preocupado porque últimamente Alex parecía ausente, nervioso y, en ocasiones, esgrimía una agresividad que no era normal en él y quería saber si todo iba bien entre ellos porque no había nada en el trabajo que justificara su actitud. Así fue como Lucía se enteró que Alex mentía.
De eso hacía una semana, siete días en que su mente no había dejado de darle vueltas y vueltas al asunto, y con cada giro que daba, la pelota se hacía más grande. Y por mucho que intentaba que Alex hablara con ella, él no soltaba prenda.
Así llegó a la peor conclusión posible.
Alex tenía una amante.
Y aquí estaba ella, un 31 de diciembre por la tarde, arreglándose para la fiesta de fin de año que Ricardo celebraba en su casa para todos sus amigos y en la que iba a darles una noticia, que ella ya conocía, y que los iba a dejar asombrados.
Una fiesta a la que no tenía ningunas ganas de ir pero a la que no podía faltar. Ricardo iba a necesitar a todos sus amigos allí esta noche y no podía fallarle.

Alex aparcó el coche en frente de su casa y miró hacia la ventana del primer piso, la de su dormitorio, donde Lucía estaría arreglándose para la fiesta. Una jodida fiesta de fin de año en casa del imbécil de Ricardo. Con las ganas que tenía de partirle la cara al gilipollas y tendría que estar allí, durante toda la noche, poniendo buena cara y sonriendo mientras se comían las uvas. Así se atragantara.
Agarró el volante con fuerza hasta que los nudillos se le pusieron blancos, imaginándose que era el cuello de Ricardo lo que tenía entre sus manos. Si sólo pudiera... pero era un cobarde, un calzonazos, un idiota enamorado.
No quería decir que lo sabía, que los había visto, porque eso podría significar el principio del fin y no soportaría perder a Lucía. Ella era su vida, su alma, el aire que respiraba. Sin ella no era nada. Y si confesaba que los había visto cuatro meses atrás...
Esa imagen no podía apartarla de su mente. La veía cada vez que cerraba los ojos e intentaba dormir. Cada vez que se miraba en el espejo no era su reflejo lo que veía, sino a Lucía y Ricardo, abrazados, besándose, tal y como estaban hacía cuatro meses cuando entró en casa dos horas antes de lo normal.
Apretó los ojos forzándose a impedir que las lágrimas se escaparan. No quería recordar, quería olvidar, pero no había milagros que lo salvaran.
Nunca había creído en aquel axioma que decía que la ignorancia era la felicidad, pero ahora estaba convencido que así era. Mientras había sido ignorante de lo que pasaba entre su mujer y su mejor amigo, él había sido feliz. En cuanto se enteró, y de la forma más cruel posible, su felicidad había volado por la ventana junto con su cordura.
Fue un cobarde. Debería haber interrumpido su abrazo, haberles gritado, haberse enfrentado a Ricardo, incluso darse de puñetazos. Hacer las maletas e irse. En su lugar, se había tragado el orgullo, las lágrimas y el amor propio y se había ido sin hacer ruido, sin interrumpirles, con el alma rota a pedazos y el corazón destrozado. Ellos nunca supieron que había estado allí.
¿Por qué? ¿Por qué le habían hecho esto? ¿Cómo podían engañarle de esta manera?

Lucía oyó el ruido de la puerta mientras se enfundaba en su vestido de noche de satén negro. Suspiró profundamente y recordó la misma fecha el año anterior. Alex la había encontrado vestida sólo con la ropa interior de encaje negro y no había tardado mucho en arrancársela y hacerle el amor. Habían llegado tarde a la fiesta.
Hoy no pasaría lo mismo. Alex entraría, a duras penas la miraría, se iría a la ducha directo y se vestiría sin pronunciar casi ni palabra.
Tuvo ganas de llorar.
¿Cuándo tendría el valor suficiente para hacerle la pregunta? Alex, ¿tienes una amante?
Pero hoy no era el día adecuado. Quizá ayer lo hubiera sido, o antes de ayer, o antes de Navidad... pero Lucía tenía tanto miedo que la respuesta fuera , de verse sola en estas fechas, que se aguantó las ganas. El día de Navidad, cuando se reunieron con la familia, fue una auténtica tortura. Sonrisas falsas, ocultando la tristeza y la amargura que la estaba matando. Y hoy sería más de lo mismo.
Mañana, se dijo, mañana tendremos esta conversación.
Se puso de espaldas a la puerta del dormitorio mientras intentaba subir la cremallera del vestido. Esperaba poder hacerlo sola porque en estos momentos odiaría tener que pedirle ayuda a él.

Alex abrió la puerta del dormitorio y vio a Lucía peleándose con la cremallera del vestido. Un vestido negro de raso ajustado que resaltaba su piel rosada y su cabello rubio. No llevaba sujetador.
Se le revolvió el estómago y una furia desconocida le nubló la vista. Apretó con rabia los puños y los dientes. No, se dijo, no para él. No para Ricardo.
—No pienso ir a la fiesta— dijo con la voz ahogada por la ira—. No pienso ir a ponerle buena cara a tu amante.
Lo soltó antes de darse cuenta que lo había dicho en voz alta y cuando fue consciente sintió que su vida se le escapaba por la boca. Ya no había marcha atrás. No podía soportarlo más.
Lucía se quedó rígida por la sorpresa. ¿Mi amante? Se giró poco a poco hasta quedar cara a cara con Alex. Lo vio plantado en el marco de la puerta, su cuerpo tenso por la rabia, respirando con dificultad.
—¿Mi... amante?— repitió en un susurro—. ¿Qué amante?
—Ricardo. No lo niegues. Os vi hace cuatro meses. En la cocina. Estabais abrazados besuqueándoos. ¿Por qué, Lucía? ¿Por qué?
—No soy yo quien tiene un amante, Alex. No soy yo quien se ha negado a hacer el amor. Has sido tú quien no me ha tocado en cuatro meses.
—¡Estabais besándoos! Joder, Lucía, no intentes negarlo. ¡Lo vi con mis propios ojos!
Alex no se atrevía a moverse. Congelado en la puerta, sabía que si daba un solo paso no sería capaz de controlarse. No sabía lo que haría. ¿Gritar? ¿Romper algo? ¿Llorar? Se desharía y dejaría de ser.
Lucía inhaló profundamente. Se llevó una mano al rostro y tapó sus ojos, intentando recordar. ¿Ricardo y ella, abrazados? Eso era una estupidez... pero lo que más daño hacía era que Alex hubiese pensado que ella era capaz de engañarlo de esta manera. Eso dolía, dios, cómo dolía.
—Ricardo es gay—, soltó mientras bajaba su mano y lo miraba a los ojos—. No sé qué fue lo que viste, pero es evidente que no era lo que tú creíste. Hoy va a contárnoslo a todos después de las uvas. Yo lo sé porque estaba asustado y confuso y necesitaba una amiga que le escuchase.
Lucía habló casi sin ganas. Así que había sido eso. El día que Ricardo había acudido a ella porque estaba confundido y asustado. La noche anterior había hecho el amor con otro hombre y había descubierto que le gustaba. Por eso nunca había sido feliz con sus relaciones, por eso nunca había encontrado la pasión con una mujer. Porque era gay, algo que nunca se había planteado durante sus treinta y cuatro años de vida. Y la verdad le había golpeado tan fuerte y tan duro que se había sentido perdido y desorientado, y necesitado de una amiga para hablar. Ella le había abrazado con ternura y él se había aferrado a ella, llorando, enterrando la cabeza en su cuello, apretándola contra él.
Lucía se lo contó a Alex sin inflexión en la voz mientras se sentaba a los pies de la cama. Tan asustada como había estado, pensando que Alex la engañaba...
Alex sintió que el alma se le caía a los pies. Todas sus dudas, todo su dolor, todo el tormento que había soportado durante cuatro interminables meses... había sido por nada. Absolutamente nada. Si hubiese hablado, si hubiese preguntado, si hubiese reaccionado como un hombre en aquel momento en lugar de como un cobarde. Se lo habría ahorrado todo.
No pudo evitarlo. Las lágrimas por fin se escaparon de sus ojos. Lágrimas de arrepentimiento por haber dudado de su mujer; de alivio por haber estado equivocado; de rabia por haber sido tan estúpido.
—¿De veras creíste que Ricardo y yo éramos capaces de engañarte de una forma tan cruel?— preguntó Lucía mirándolo a los ojos. Él asintió.
—Creí que me moría, Lucía. Creí que me moría.
Se derrumbó, física y emocionalmente. Apoyó la espalda contra el marco de la puerta y dejó que su cuerpo resbalara hasta quedar sentado en el suelo. Apoyó los brazos sobre las rodillas, escondió su rostro y empezó a sollozar.
—Lo siento—, dijo—. Siento haber sido tan estúpido.
Los hombros le temblaban, incontrolables, y se aferró con las manos a sus propios brazos, deseando, rezando, porque ella pudiese perdonarle su falta de confianza.
Las lágrimas también corrían por el rostro de Lucía, destrozando el maquillaje que tan cuidadosamente se había aplicado un rato antes. Pero no le importaba. A la mierda el maquillaje. Se sentía herida por la actitud de Alex durante todos estos cuatro meses, por su indiferencia, su crueldad y su obstinación en no hablar.
—¿Por qué te has mantenido callado durante todo este tiempo? Si era eso lo que creías, ¿por qué no dijiste nada? En lugar de eso, me decías que te quedabas a trabajar, sólo para evitar estar conmigo. Huiste. Mentiste.
La voz de Lucía sonó cansada. Como si estuviese soportando un peso que la estuviese partiendo en dos. Alex la miró, alarmado, y en su rostro vio todo el dolor que había acumulado durante los últimos cuatro meses, todo el daño que le había hecho con cada palabra no dicha, con cada ausencia injustificada, con cada mentira pronunciada.
—Tenía miedo—, confesó sin apartar la mirada de ella—. Estaba aterrorizado de perderte. Si decía que lo sabía ¿qué te impediría dejarme para irte con él? ¿De qué manera podría haberte retenido a mi lado?
—Pero hubieras sabido la verdad.
—Creía saberla y eso era lo que me estaba matando por dentro. ¿De qué me hubiera servido oírla de tu boca?
Siguieron mirándose durante mucho rato. Ninguno de los dos se atrevió a moverse durante largos minutos que parecieron horas. Aturdido, asustado, sabiendo que las próximas palabras que pronunciara, que el siguiente gesto que hiciera, podrían significar el perdón por sus pecados o el adiós definitivo.
Al fin, Alex se levantó y fue hacia Lucía. Ella seguía sentada en la cama, mirándolo. Él se arrodilló delante de ella, apoyó la cabeza en sus muslos y se abrazó a su cintura.
—Lo siento, Lucía. Lo siento. No puedo decir otra cosa. Fui un estúpido, un imbécil, un impresentable. No tengo excusa.
Y volvió a llorar, aferrándose a ella como si así pudiera impedirle que se fuera si ésa era su decisión.
Lucía suspiró y se limpió las lágrimas con las manos. Estaba enfadada, se sentía insultada, pero en el fondo sabía que si la situación hubiera sido a la inversa, ella hubiera pensado lo mismo. Sonrió. Si ella se hubiera encontrado a su mejor amiga aferrada a su marido,  hubieran salido en la página de sucesos del periódico.
Lo abrazó, apretándolo contra ella, y bajó la cabeza hasta posar los labios en su pelo.
—Te perdono—, le dijo y durante un instante él se aferró aun más. Después levantó la cabeza hasta quedar frente contra frente, labios contra labios.
Se besaron. Empezó de una forma tierna, suave y ligera como la esperanza. Pero al cabo de un instante sus bocas se volvieron salvajes, demandando más, exigiendo más la una a la otra. Sus lenguas se enroscaron, sus manos acariciaron, las lágrimas se mezclaron y la ropa cayó, pieza a pieza. Desesperados, atormentados porque habían creído perderse el uno al otro, quisieron reencontrarse con una pasión desmedida y salvaje.
Lucía gritaba, rogaba, exigía más. Alex la complacía sin dudarlo un instante, entregándose de nuevo, con el cuerpo y el alma desnudos ante ella. La besó y la lamió. Chupó sus pezones hasta que ella gritó. Acarició cada curva de su cuerpo, cada recodo, cada milímetro de su piel.
Lucía lo abrazaba, acariciaba, clavaba las uñas en su espalda mientras él empujaba dentro de ella, reclamándola de nuevo, sabiendo que había estado a punto de perderla por culpa de su estupidez, dando gracias porque no había sido así.
Nunca más, se decía, nunca más desconfiaré. Jamás volverá a haber silencios entre nosotros.
—Te quiero, mi amor— susurró Lucía un segundo antes de que el big bang se reprodujera tras sus párpados.
—Siempre, mi vida. Siempre, Lucía, mi amor— contestó él, y dejó que su cuerpo se deslizara vertiginosamente hacia el orgasmo.
Relajados, satisfechos, sintiendo que la pesadilla que habían vivido durante los últimos cuatro meses había quedado atrás, se abrazaron, ella apoyando la cabeza sobre el pecho de él, él rodeándola con sus brazos y besando su pelo.
—Te quiero, Lucía— dijo Alex.
—Mmmmpf— contestó ella medio dormida ya. De repente levantó la cabeza, miró el reloj sobre la mesita de noche y se levantó de un salto—. Joder, joder, joder. Son casi las nueve de la noche. Venga, arriba—, le dijo a Alex mientras corría a la ducha—. O nos perderemos la presentación oficial del novio de Ricardo.
—¿El novio de Ricardo?— preguntó Alex levantándose de un salto de la cama, pero ella ya no le oyó con el ruido del agua de la ducha cayendo ya sobre su cabeza.
El novio de Ricardo. Alex empezó a reír a carcajadas.
—Lucía, ¿crees que Ricardo se enfadaría si le doy un abrazo de oso amoroso a su novio?— le preguntó mientras entraba en la ducha con ella. Lucía le tiró la esponja llena de espuma a la cabeza.
—Eres un hombre malvado, Alex. ¿No te lo había dicho?
Él se rió de nuevo y ella se derritió al volver a oír esa risa que tanto había echado de menos. Se abrazó a la cintura de Alex, apoyando la cabeza en su pecho.
-Lucía, cariño, si sigues haciendo eso nunca llegaremos a la fiesta de Ricardo.
-¿Que fiesta?- preguntó ella distraída mientras esparcía besos por su pecho.  Alex volvió a reír y ese fue el sonido más maravilloso que jamás había escuchado.

FIN


4 comentarios:

Siéntete libre de comentar, pero siempre desde el respeto.