domingo, 19 de mayo de 2013

Relato: Noche aciaga






Micaela llegó a su casa dos horas antes de lo normal. Siempre llegaba sobre las nueve de la noche, después de cerrar la tienda de lencería que era de su propiedad y quedarse hasta hacer caja personalmente, mientras las dos chicas que trabajaban allí pasaban la mopa por el suelo para dejarlo listo para el día siguiente. Pero aquel día decidió que no le iría mal darse un pequeño regalo en forma de disfrute de su propia casa vacía y silenciosa, algo totalmente imposible el resto del año porque sus dos hijos y su marido la compartían con ella. Los tres se habían ido por la mañana temprano para pasar aquella semana de vacaciones en casa de los abuelos que vivían a cuatro horas de la ciudad y, aunque su estómago se encogió cuando los vio irse, se deleitó ante la perspectiva de tener durante siete días total calma y tranquilidad, sin estrés ni obligaciones fuera de su negocio. Nada de llegar cansada a casa y tener que recoger la ropa que el pequeño Cristian habría dejado tirada por el suelo, o de fregar los platos de la cena que su marido habría preparado para los pequeños; nada de poner la lavadora o la secadora porque los niños necesitaban alguna prenda específica al día siguiente, o cualquier otra de las mil urgencias domésticas que se presentaban invariablemente sin importar lo cansada que llegara a casa. Aquella tarde-noche iba a darse el gustazo de tomarse un baño como Dios manda, con su agua bien caliente, sus sales aromáticas y una copa de vino blanco bien fría para degustarlo mientras se relajaba.

Mientras se llenaba la bañera revisó que la puerta de la calle y las ventanas estuvieran bien cerradas y bajó todas las persianas. La gustaba vivir en una preciosa casa de dos pisos por la intimidad que suponía, pero estar a ras de suelo con solo un jardín rodeando su vivienda, a veces la ponía nerviosa, sobre todo desde que habían entrado a robar tres casas más allá hacía apenas un par de meses. Una vez todo controlado y la bañera llena, se metió en el agua y cerró los ojos disfrutando del momento de paz y tranquilidad.

Un ruido en la planta baja, el golpe de la puerta principal cerrándose, hizo que su corazón se pusiera a cien en un solo segundo. Alguien había entrado en su casa. Salió de la bañera todo lo silenciosa que pudo, tapándose con el albornoz. Apagó la luz. Las rodillas se le aflojaron y casi se cayó mientras abría la puerta poco a poco, intentando contener su acelerada respiración. Ruidos en la cocina: el deslizarse de un cajón y el taconeo de unos zapatos sobre las baldosas. Micaela se mordió los labios hasta casi hacerlos sangrar para evitar que el grito que se estaba acumulando en su garganta saliera al exterior y delatara su presencia en la casa. No debería estar allí. Si se hubiese quedado en su tienda como cada día...


Se movió despacio. Sus pies desnudos no hacían ruido sobre la moqueta. Entró en su dormitorio, donde estaba el teléfono en el piso superior. Marcó el 088 y esperó. El tonó de llamada sonó y sonó y al final una voz mecanizada le dijo que todas las líneas estaban ocupadas. Tenía que esperar. Maldijo en voz baja, una de esas imprecaciones que nunca se atrevería a pronunciar delante de sus hijos. Colgó y volvió a marcar. Otra vez la voz grabada. Las lágrimas corrían por sus mejillas, incontenibles ya. Sus manos temblaban y el teléfono casi se le cayó de las manos. Sus piernas se negaban a sostenerla. Se frotó la cara, furiosa consigo misma. Era una mujer fuerte, no iba a dejar que nadie le hiciera daño sin luchar. Pensó en el despacho de su marido, al lado del dormitorio y en el revólver que estaba guardado en la caja fuerte.


Moviéndose a gatas porque no se atrevía a ponerse de pie, salió de nuevo al pasillo y fue directa hacia el despacho. Cerró la puerta cuidadosamente pero antes escuchó. Pies moviéndose escaleras arriba. No tardarían en llegar. Un gemido casi escapa de su boca. Cerró los ojos apretándolos con fuerza e intentó respirar pausadamente para mantener el control que ya casi se había escapado. Con la espalda contra la pared, se obligó a levantarse. El pecho le dolía, el corazón martilleaba en su cabeza, casi ciega a causa de las lágrimas, sus manos temblando como si tuviera parkinson. No podía dejarse atrapar por el pánico. Caminó despacio, poco a poco, orientándose en la oscuridad. No se atrevía a encender ninguna luz porque sabía que la verían asomar por debajo de la puerta. Resplandecería como un faro.


Pisó algo duro y se hizo daño. Un sollozo escapó de su garganta. Trastabilló y casi se cayó al suelo. Se quedó quieta, esperando, escuchando. ¿La habían oído? El dolor en la cabeza era insoportable y tenía el corazón ya en la garganta. A ese paso, pronto lo vomitaría. Una risa histérica estuvo a punto de escapar de su boca. Podía imaginarse la causa de la muerte en su certificado de defunción: corazón vomitado. Como el título de alguna mala canción punk. Se movió despacio, con las manos por delante intentando prevenir algún otro obstáculo en su camino, un gesto inútil pero que le proporcionaba una falsa sensación de control. Llegó a la pared y suspiró. Solo tenía que palpar hasta encontrar el cuadro, abrirlo y... Mierda. ¿Cómo se suponía que iba a ver los números sin una puñetera luz?


Pensó y pensó. Un mechero. Si encontraba el mechero que sabía que su marido tenía escondido en algún cajón de la mesa, junto con el tabaco que él creía que ella no sabía que estaba allí, sería suficiente. Por un momento, bendijo el vicio que ella tanto detestaba. 


Volvió a moverse con las manos por delante. Todo parecía tan surrealista, tan sacado de una película antigua. Una situación espeluznante. Llegó a la mesa. Sólo tres cajones y el primero estaba cerrado con llave. Por favor por favor por favor, pensó, que por una vez no haya sido tan cuidadoso como para dejarlo ahí dentro encerrado fuera del alcance de los niños. Abrió el segundo cajón y lo registró a tientas. Suspiró profundamente cuando su mano se aferró al encendedor y dio gracias a Dios y a su marido por ser descuidado. Encendió el mechero y se movió de nuevo hacia la pared y a medio camino se quedó quieta. Ruidos en su dormitorio. Habían abierto una de las puertas correderas de su armario ropero. Las rodillas se le aflojaron de nuevo y casi se cayó de rodillas. No podía respirar.


Se obligó a moverse de nuevo, paso a paso, hasta el cuadro. Lo separó de la pared y lo dejó en el suelo. Acercó el mechero al teclado de la caja fuerte y pulsó los números. Se abrió con un leve siseo. Sacó el revólver y comprobó que estaba cargado. Las lágrimas volvían a correr por sus mejillas. El pulso le latía desesperadamente en las sienes. El estómago estaba encogido y los dos tragos de vino pugnaban por salir. Luchó por respirar profundamente intentando dominar el pánico que sentía.


Cogió el revólver con fuerza con ambas manos, amartillando el percutor mientras se daba la vuelta y se dejaba caer lentamente al suelo, su espalda deslizándose por la pared. Acurrucada contra el muro y respirando con dificultad, su corazón ya al borde de un infarto, esperó mientras apuntaba con el arma hacia la puerta.


La luz del pasillo se encendió. La vio resplandecer por debajo de la puerta. Los ruidos de pasos dirigiéndose hacia el despacho donde ella estaba escondida, se oyeron casi inmediatamente después. Se abrió la puerta y todo lo que Micaela pudo ver fue la silueta de un hombre recortada contra la deslumbrante luz del pasillo antes que el estallido del arma que tenía en sus manos la sobresaltara. Ni siquiera había sido consciente de la presión que ejerció sobre el gatillo. La silueta se tambaleó, llevándose las manos al pecho. Micaela soltó el arma y empezó a sollozar.


Micaela miraba por la ventana hacia el jardín exterior cuando la enfermera entró en su habitación del hospital. Llevaba su medicación en un vasito, como cada día a esa hora, pero hoy tenía a una nueva aprendiz a la que enseñar y, como ella sabía bien, tan importante como conocerse el historial clínico de cada paciente, era saber el historial personal que los había llevado hasta allí. Un hospital psiquiátrico no era un balneario como parecían creer la mayoría de las muchachitas que entraban allí recién salidas de la academia. Aquel era un lugar donde la gente se había perdido a sí misma y la única oportunidad de volver a encontrarse, era que ellas nunca olvidaran quienes eran y por qué estaban allí cada uno de ellos. Y el caso de Micaela era realmente aterrador. La pobrecilla había ingresado allí un año atrás después de una terrible crisis nerviosa provocada por un intruso en su casa al que había disparado. Un intruso que había resultado ser su propio marido que había vuelto inesperadamente de un viaje porque se había dejado olvidado algún estúpido objeto que probablemente ni siquiera habría necesitado. Un olvido absurdo que a él le había costado la vida, a su mujer la cordura y a su familia, todo. Pobrecilla. La vida apestaba, decidió la enfermera mientras le daba el vaso a Micaela y ella la miraba con sus profundos ojos azules totalmente vacíos. Si, definitivamente la vida apestaba.



1 comentario:

  1. Muy buen relato bajo mi punto de vista. He estado en todo momento intrigada y leyendo con mucho interés. Pobrecilla, la vida apesta a veces.

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