lunes, 3 de junio de 2013

Primer capítulo de "LA NOCHE DE LA LUNA AZUL"


El humo que salía del motor no dejaba lugar a dudas. Estaba jodida.
Ileana aparcó en el arcén de la carretera de tercera antes que el coche se incendiara, sacó las llaves del contacto, agarró con fuerza el volante y gritó de rabia. Debería haber hecho caso de su agente. ¿Por qué se le metió en la cabeza hacer este viaje, atravesando Estados Unidos, aprovechando los días que le quedaban antes que caducara su visado? Y con un coche de segunda mano, por Dios. Debería haberse comprado uno nuevo, al fin y al cabo podía permitírselo.
Bajó del coche y miró a su alrededor. La carretera estaba perdida de la mano de Dios. Como ella. Perdida y sola en una carretera que atravesaba un bosque frondoso sin ninguna casa a la vista. Tampoco es que pudiera ver mucho más allá de los árboles.
Buscó el móvil dentro del bolso. Sin cobertura. Que sorpresa, ¿eh? Como si alguna vez alguno de estos aparatos funcionaran cuando realmente se los necesita.  No le iba a quedar más remedio que caminar y rezar para encontrar algún lugar con teléfono desde donde pudiera llamar una grúa.
Rezar. Ja. Como si alguna vez Dios la hubiese escuchado.



Abrió el capó y dejó que se ventilara. Quizá si le echara agua  se enfriaría más rápido, pero no quería arriesgarse a que el vapor la quemara. Le daría tiempo a que lo hiciera por sí mismo, sin ningún tipo de ayuda. Que se jodiera el maldito coche. Además, ¿de dónde iba a sacarla? Y el agua que le quedaba igual podría necesitarla. Quién sabía a cuanta distancia estaba el siguiente pueblo.
Cerró todas las ventanillas del coche, y echó la llave al maletero y las puertas. No es que tuviese allí nada de valor, excepto un par de vestidos carísimos que no sabía muy bien por qué había metido en la maleta, pero tampoco quería dejar el coche con un letrero que dijera robadme.
Echó a andar por la carretera. Era mediodía pero los frondosos árboles a ambos lados ofrecían un frescor agradable. Esperaba no tardar mucho en encontrar algún signo de vida humana en alguna parte.
Al cabo de media hora el bosque dio paso a una extensión enorme de campos cultivados, pero solitarios. Aún no era el tiempo de la cosecha y no había ninguna casa a la vista, y los campos dorados se perdían hasta más allá del horizonte. Una tierra rica que probablemente produciría abundantes cosechas.
Con la llegada de los campos, desapareció la agradable sombra que la cobijaba. El sol caía implacable sobre la carretera asfaltada, aumentando el calor a cada paso que daba alejándose del bosque.
Empezó a caerle el sudor, en traviesas gotas que resbalaban por la espalda y entre los pechos, empapando su camisa. Se quitó la chaqueta de corte clásico y desabrochó un par de botones más de la camisa blanca. Estuvo tentada a quitarse también las medias, pero tuvo miedo que sin su protección, los zapatos acabaran rozándole y levantándole ampollas en los pies. Llevaba unos mocasines, planos y cómodos para conducir, de piel suave y blanda, que en teoría no deberían hacerle daño, pero sabía por experiencia que tenía pies de princesa, muy caprichosos y volátiles en su comportamiento, y prefirió no arriesgarse. Era mejor pasar calor a acabar sentada en la cuneta sin poder dar un paso más.
Poco a poco, los campos de trigo dieron paso a los árboles frutales, cargados con las flores que en verano se convertirían en jugosas frutas.
De repente, el estómago gruñó. Rebuscó en el bolso que llevaba colgando de los hombros, atravesado en su pecho, hasta que encontró lo que buscaba. Una barrita de chocolate con cereales para matar el hambre. La mordió con entusiasmo. Hacía horas que no comía nada, más de ocho desde que desayunó antes del amanecer para poder salir a la carretera bien temprano.
Si no se hubiese equivocado en aquel desvío que la trajo hasta esta carretera solitaria, a estas horas habría llegado a alguna ciudad con buenos restaurantes donde poder comer antes de proseguir viaje. Pero desde aquel primer fatídico desvío, no había echo otra cosa que tomar decisiones equivocadas, hasta llegar aquí.
Acabó la barrita, guardó el papel en el bolso hasta que encontrara una papelera donde tirarla, bebió un trago de agua, y siguió caminando.
Una hora después, llegó a Midtown.

Lo primero que vio la hizo dar un suspiro de alivio. Una gasolinera con un enorme cartel encima del techo en el que se anunciaba que tenía taller mecánico.
Le dolían los pies y estaba cansada, pero ver aquello hizo que la alegría la inundase. Gracias a Dios no tendría que caminar más. Bebió el último trago de agua que le quedaba, tiró la botella en la papelera al lado del surtidor, agarró el bolso con decisión y entró en el taller.
—¿Hola?
Estaba todo sucio, como correspondía a un lugar como aquel. Una camioneta pickup azul oscuro estaba en mitad del taller, y unos pies enormes calzados con botas de combate negras, salían de debajo. Esos pies empezaron a moverse y, poco a poco, el enorme cuerpo de un hombre rubio con el cuello ancho como una columna, salió de debajo de la camioneta y se quedó sentado en el suelo.
El hombre se pasó el brazo por la cara para limpiarse el sudor y la miró entrecerrando los ojos. La luz que se derramaba a través de la puerta abierta le daba directamente y no lo dejaba abrirlos para poder verla bien.
Se levantó con parsimonia. Ileana se sintió un poco intimidada cuando él se movió sin decir nada aún, caminó atravesando el taller hasta un banco de trabajo que había al fondo, agarró un trapo y se limpió las manos. Después cogió una botella de agua y bebió un largo trago. Cuando se giró para mirarla, una gran sonrisa cruzaba su rostro.
—Discúlpeme— dijo con voz ronca—. Llevo mucho tiempo ahí debajo y tenía la garganta seca. ¿En qué puedo ayudarla? ¿Quiere gasolina?
Ella le devolvió la sonrisa, medio perdida en unos enormes ojos azules.
—Ojalá fuera tan simple. Mi coche me ha dejado tirada a unos kilómetros del pueblo. He tenido que venir andando y estoy muerta. ¿Podrá ayudarme?
—Por supuesto. ¿Qué le ha pasado?
—Humo. De repente ha empezado a salir humo del motor.
El mecánico asintió con la cabeza, haciendo que los rizos rubios brincaran sobre su rostro.
—Haré lo que pueda, señorita…
—Ileana. Ileana Velkan.
—Muy bien, señorita Ileana Velkan—, dijo tendiéndole una mano. Ella se la estrechó y después no supo qué hacer con las manchas de grasa que le quedaron prendidas—. Yo soy Liam Duncan. Iré con la grúa hasta su coche y lo traeré, pero hasta que no lo haya visto no podré decirle. ¿Qué coche es?
—Un Chevrolet, pero no sé que modelo. Lo compré de segunda mano hace poco, sólo para este viaje.
Liam volvió a asentir con la cabeza.
—Estará cansada, y en el pueblo no hay ningún motel.
En ese momento, una anciana de pelo blanco recogido en un moño, con un vestido estampado en múltiples colores, entró en el taller. Era bajita y delgada, y lucía una amplia y maternal sonrisa ocupándole todo el rostro.
—¿Necesita un lugar donde quedarse, querida?— le dijo—. Yo podría ofrecerle una habitación. Podrá lavarse y descansar mientras Liam le arregla el coche.
Ileana no sabía qué hacer. No confiaba en la gente y mucho menos en los desconocidos, pero estaba sola y perdida en un pueblo pequeño en el que ni siquiera había un hotel donde quedarse.
—No quisiera molestarla…
—Oh, no será una molestia— dijo la anciana, interrumpiéndola y agitando una mano delante de la cara como si espantara moscas—. Le haré un módico precio, por supuesto. Pero si tiene hambre, tendrá que comer en el restaurante. Yo ya comí y recogí la cocina.
Ileana sonrió. Viva la hospitalidad del medio oeste. Casi le dieron ganas de reír.
—De acuerdo, señora…
—Señorita. Señorita Reynolds.
—Muy bien, señorita Reynolds.
—Entonces, todo arreglado— intervino Liam—. Si me da las llaves del coche, yo me encargaré de él.
Ileana se las entregó, le indicó en qué dirección estaba su coche y salió del taller acompañada de la señorita Reynolds.
Después que Ileana y la anciana abandonaran el taller, Liam inspiró profundamente ensanchando las aletas de la nariz para poder captar mejor el aroma que la forastera había dejado.
Cambiante, pensó, pero ¿qué tipo? El olor no le era familiar en absoluto y aquello era preocupante. ¿Una cambiante entrando en un pueblo territorio de cambiantes y no preguntaba por el Alfa para presentarse? Liam negó con la cabeza. Esa mujer debería saber dónde estaba, todo el pueblo estaba saturado con el olor a cambiante. ¿Qué tramaría? Debería avisar a Owen.

Unos ojos la observaron mientras se alejaba de la gasolinera. ¿Podría ser ella? Habían pasado tantos años que su rostro se había difuminado por el tiempo, pero volver a verla de nuevo, sorpresivamente, hizo que todo regresara otra vez. Los gritos. El terror. La sangre. La muerte. Sí, era ella, sin lugar a dudas. Ya no era una adolescente espigada, demasiado delgada para parecer una mujer; se le habían llenado los pechos y redondeado las caderas, y sus ojos, antes dulces e inocentes, ahora transmitían dureza y una extrema desconfianza.
Tenía que asegurarse.
Apretó el paso a su encuentro y se cruzó con ella mientras caminaba por la calle. Saludó a la señorita Reynolds con un casi imperceptible movimiento de cabeza y aspiró profundamente para captar el olor de la mujer que la acompañaba. Nunca podría olvidar ese aroma. La rabia lo atravesó y tuvo que apretar los puños para evitar abalanzarse sobre ella y desgarrarle la garganta antes que pudiera defenderse.
Que absolutamente irónico era el destino. Había pasado gran parte de su juventud buscándola con la intención de vengarse por lo que había hecho. Finalmente se rindió y dio por bueno lo que decían todos: que ella había muerto después de huir y que no valía la pena perder más el tiempo. Y ahora, después de varios años de haberse visto obligado a abandonar Valaquia y cuando por fin se había asentado y resignado, resulta que se la cruzaba por la calle como si fueran dos desconocidos.
Sonrió con amargura mientras se giraba sin dejar de caminar para seguir observándola.
El destino había hecho que sus vidas se cruzasen de nuevo y ella siquiera se había percatado ni de su rostro ni de su olor. No lo había reconocido.
Mejor. Cuando la tuviera a su merced para hacerla pagar todo el daño que había hecho, ya le refrescaría la memoria.


—Quisiera darme un baño antes de ir a comer. La verdad es que estoy muerta de hambre.
—Claro que sí, querida. La acompañaré hasta allí y le diré cual es mi casa. No queda lejos de aquí. En un rato, Liam habrá traído su coche. ¿Tiene equipaje?
—En el coche.
Caminaron unos minutos en silencio mientras Ileana miraba el pueblo con curiosidad. No era muy grande. La avenida principal, donde estaban en ese momento, parecía reunir la totalidad de los comercios. Atravesaron una plaza con una cafetería que tenía una pequeña terraza exterior con mesas y sillas y, al otro lado, estaba el restaurante.
—Mi casa está aquí mismo— dijo la señorita Reynolds mientras cruzaba la calle. Entró en una casa victoriana de dos plantas de color azul—. Sígueme, querida— le dijo mientras subía las escaleras que iban a la primera planta. La guió por un pasillo lleno de fotos antiguas colgadas en las paredes y se paró delante de una puerta. La abrió y le indicó que entrara con una mano.
—Es preciosa— exclamó Ileana al entrar. Una enorme cama con dosel presidía el dormitorio. Una cómoda de roble estaba contra la pared a los pies de la cama y, a su lado, una puerta conducía al baño.
—Gracias, querida. Ahora te dejo. Date un baño tranquila. Cuando Liam traiga tus maletas, te las dejaré al lado de la cama para que cuando salgas, puedas ponerte ropa limpia.
—Es usted muy amable.
La anciana salió de la habitación y la dejó sola.

Media hora mas tarde, salía del dormitorio totalmente vestida y bajó las escaleras. La señorita Reynolds estaba sentada en el saloncito mirando la televisión. Cuando entró, la anciana la miró con una sonrisa.
—Liam ha llamado por teléfono y dice que te pases por la gasolinera en cuanto puedas, querida. Tiene que hablar contigo. Parece que la reparación de tu coche tardará más de lo que esperabas.
Ileana bufó. ¿Por qué no le extrañaba? Todos los mecánicos eran iguales.
—Gracias, señorita Reynolds. Me pasaré por allí antes de ir a comer.
—Muy bien, querida. Puedes entrar y salir cuando quieras. Siempre dejo la puerta abierta. Hasta luego.
—Hasta luego.
Ileana salió de la casa y se internó sola en Midtown por primera vez.





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1 comentario:

  1. Hola muy buen primer capítulo, escribes muy bien, te deseo mucha suerte y éxitos. Un beso :D

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