sábado, 29 de agosto de 2015

El espía encadenado, primer capítulo




Enola estaba escondida. Una hora antes su madre había entrado corriendo en su dormitorio mientras dormía, la había cogido y, después de abrazarla con fuerza y llenarle el rostro de besos, la había obligado a meterse en el doble fondo del armario, ordenándole entre lágrimas que no saliese de allí, oyese lo que oyese.
Enola era una niña obediente. Con doce años sabía muy bien cuál era su lugar y su responsabilidad. Era hija de Igrost, el mayor comerciante de especias de Romir, y había sido educada para ser una hija dócil que se convertiría en una buena esposa cuando su padre así lo decidiese. Sabía leer y escribir; tocaba el rebab[i] con maestría, hacía preciosos bordados y tenía una voz de ruiseñor que encandilaba a quién la escuchaba. Su vida había transcurrido apaciblemente entre las paredes de la mansión que su padre tenía en el distrito de los comerciantes, viendo la vida del exterior a través del enrejado de madera de boj con el que se cubrían las ventanas de la zona de las mujeres de la casa. Muy pocas veces había caminado por las calles de Romir y, desde luego, nunca lo había hecho libremente, sino siempre acompañada por una criada y custodiada por uno de los cuatro eunucos que su padre tenía para atenderlas: a su madre Mayani, a Yaniria y Nuberia, sus dos hermanas mayores, y a ella misma.
Nunca se había cuestionado que quizá aquella era una vida injusta, ni que estaba prisionera en su propia casa. Así eran sus costumbres, y lo habían sido también de todas las mujeres de su familia. Pero en aquel momento, escondida en el doble fondo del armario, mientras oía los gritos de terror y el ruido del entrechocar de las espadas que provenían del otro lado de aquellas paredes de madera, empezó a cuestionarlo todo.
—¡Esto es lo que se consigue cuando se contraviene la autoridad del Kahir[ii] Orian! —exclamó una voz profunda mientras un coro de risotadas se extendió apagando los sollozos de la que, creyó reconocer, era su madre—. Ahora ábrete bien de piernas, mujer, que todos tenemos ganas de divertirnos.
Enola era joven, pero sabía perfectamente lo que significaban aquellas palabras. Su madre la había advertido innumerables veces que aquello que tenía entre las piernas era sagrado, y que solo podía ser tocado y penetrado por su marido después de la boda, para su disfrute y placer.
El grito de su madre la hizo temblar. Fue desgarrador y le partió el alma, al igual que sus súplicas pidiendo clemencia.
—¡No hay clemencia para los enemigos de Orian, puta! —gritó el hombre de voz profunda, y soltó una risotada que fue coreada por el resto.
Enola se arrastró con cuidado. Sabía que no debería hacerlo, pero tenía que saber qué estaba pasando. Allí dentro estaba oscuro, pero sabía que en alguna parte había una mirilla, escondida y disimulada, por la que podría mirar. Palpó toda la pared a su alcance hasta que dio con ella, y la abrió. La luz que se introdujo de repente la deslumbró durante un momento, pero después pudo empezar a ver.
Su habitación se había convertido en una imagen terrorífica. Aulón y Eón, los dos eunucos, estaban en el suelo. Uno tenía la garganta cercenada, y del esternón del otro aún asomaba la empuñadura del puñal que le habían clavado. Había sangre por todas partes, y también por encima del cuerpo desnudo y tembloroso de su madre. Sobre ella había un hombre que le chupaba un pecho con fuerza mientras la embestía con la entrepierna, mientras otro le tenía los brazos inmovilizados por encima de su cabeza. Su madre tenía los ojos cerrados y sus labios se movían sin emitir sonido alguno, en una muda plegaria a los dioses ausentes que no los habían protegido.
—¡Eh! ¡Mirad que tenemos aquí! —gritó otro hombre con alegría, entrando de repente en la habitación, y Enola se mordió el labio hasta sangrar para no emitir el grito de pánico que estaba naciéndole en la garganta.
El hombre soltó el fardo lloroso que llevaba sobre los hombros y lo dejó caer al suelo. Era su hermana Yaniria, que se levantó e intentó salir corriendo en cuanto se vio libre, pero la cogieron entre dos y, mientras uno la inmovilizaba rodeándole la cintura con los brazos, el otro le arrancaba la ropa y empezaba a manosearla sin importarle que ella gritara y se sacudiera intentando librarse.
—¡Me gustan las mujeres fieras! —barbotó riéndose mientras tiraba de sus piernas hasta enroscarlas en su cintura, y se liberaba la polla y la penetraba con brutalidad—. Grita todo lo que quieras, zorrita. —La agarró por el pelo y tiró de él hacia atrás—. Eso me excita aún más. —Y siguió riendo mientras la embestía de pie.
Enola no quiso ver más. Se apartó de la mirilla, cerró los ojos con fuerza, apoyó la espalda contra la pared y se abrazó con desesperación a sus propias rodillas.
Nunca supo cuánto tiempo pasó allí escondida, temblando, asustada; solo recordaba levemente haber salido cuando el sol empezaba a despuntar, después que la casa se quedara definitivamente silenciosa, y caminar intentando no mirar los cadáveres que atestaban la que antaño había sido una alegre y próspera mansión. Salió a la calle y corrió, corrió sin saber a dónde dirigirse, utilizando las pocas fuerzas que le quedaban para alejarse de aquel lugar lleno de horrores que se habían quedado grabados a fuego en su mente.
Pasó varios días deambulando por las calles de Romir, rebuscando en la basura para poder comer algo, y escondiéndose de las miradas de todo el mundo, hasta que unos miembros de la guardia de la ciudad la encontraron y la apresaron. La interrogaron durante un buen rato, asaeteándola a preguntas que ella no contestó. Era joven, pero no tonta, y tenía la certeza que si alguien se enteraba que era la hija pequeña del mercader Igrost, la única superviviente de la masacre ordenada por el kahir, acabaría tan muerta como sus padres y hermanas.
—Esta niña es tonta y muda —sentenció el oficial que la interrogó—. Llevadla al templo de nuestra venerada diosa Sharí[iii] —ordenó con contundencia—. No sé si servirá para novicia, pero por lo menos les será de utilidad a las sacerdotisas como criada.
«Y acabé aquí», pensó Enola con resignación mientras, de rodillas, frotaba con energía el suelo de madera que cubría la zona de los dormitorios de las novicias. Había pasado cinco años allí sin pronunciar una palabra, y todos creían que era muda y tonta. A ella le parecía bien que lo creyesen, era la única manera de seguir evitando contestar todas las preguntas que la Gran Sacerdotisa le haría sobre su origen y procedencia, en el mismo instante que sospechase que no era ni lo uno, ni lo otro. Y allí dentro del templo estaba a salvo de Orian y sus maquinaciones.
Durante su primer año en el Templo, el dolor del recuerdo no la dejaba pensar en otra cosa. Cuando este se fue mitigando, nació en ella un profundo deseo de venganza, que también desapareció cuando los meses pasaron y fue dándose cuenta de forma gradual que una mujer no podría tener jamás la ocasión de desquitarse sin pagar un alto precio. Cuando el odio y el deseo de venganza abandonaron su corazón, se instaló en él una extraña resignación teñida de complacencia a la que se aferró con todas sus fuerzas al identificarla como la única oportunidad que iba a tener de ser feliz y vivir en paz. Al fin y al cabo, vivir en el templo como una más de las muchas criadas que allí había, no era tan malo. Tenía un techo sobre su cabeza, comida caliente y abundante en el plato tres veces al día, y un camastro en el que dormir. Y estaba a salvo.
El Templo era tierra sagrada vinculada a los dioses, y nadie osaría jamás entrar en él para derramar sangre. Todo el mundo sabía que cuando el Imperio invadió Kargul y derrocó al rey Aheb, los únicos edificios que respetaron las tropas imperiales fueron los Templos. Todos los demás fueron saqueados; algunos incluso fueron devorados por el fuego en represalia por la resistencia que algunos ciudadanos habían ofrecido. Pero ningún Templo fue tocado.
Por eso estaba segura. Si el mismísimo Emperador había tenido miedo de desafiar a los dioses, ¿cómo iban a atreverse unos asesinos? Ni siquiera Orian lo haría si alguna vez llegaba a descubrir que ella estaba allí.
La campana de la torre sonó, y Enola se levantó con presteza, cogió el cubo de agua que había estado utilizando para fregar el suelo, y corrió hacia el patio. Tiró el agua sobre las azaleas, llevó el cubo a la cocina, se lavó las manos con rapidez y fue hasta los baños. Las campanadas del mediodía indicaban que las novicias habían terminado las clases matutinas y que acudirían allí pronto para lavarse.
Las clases que las sacerdotisas impartían por la mañana atañían a los esclavos que tenían encerrados en las mazmorras. Con ellos practicaban todo tipo de técnicas sexuales para dar placer a los hombres, y siempre salían de allí manchadas de semen, aceites y otras cosas que no quería ni saber. Uno de sus cometidos como sirvienta era ayudar a las novicias a lavarse, y ayudarlas a vestirse para que acudieran al comedor limpias, peinadas y maquilladas como correspondía a su rango.
No podía negar que a veces se preguntaba qué era exactamente lo que aprendían allí, pero eso ocurría en muy pocas ocasiones y siempre dejaba de pensar en ello cuando acudía el recuerdo de los gritos de su hermana Yaniria, y el rostro ausente de su madre mientras eran violadas. Si aquello era lo que traía el ser poseída por un hombre, no quería saber nada, y se felicitaba por no tener que entregar nunca su virginidad.
Empezó a preparar los lienzos que usarían las novicias antes de oírlas llegar, alborotando por el corredor abierto que transcurría paralelo al jardín de las rosas. Sus risas llenaban el espacio y lo dotaban de una extraña reverberación de alegría mezclada con necesidad insatisfecha. Todas ellas volvían de aquellas clases, en opinión de Enola, inexplicablemente excitadas. ¿Qué clase de necesidad les provocaba el dar placer a un hombre, hasta el punto que acababan dándoselo entre ellas mientras estaban en las piscinas de agua templada de los baños?
Enola comprendía la necesidad del cuerpo, y ella misma se satisfacía a sí misma algunas noches, dándose placer con sus propios dedos. Lo que no entendía era que las excitase ver a un hombre desnudo, con su polla erecta, ni que lo hiciese el hecho de darle placer hasta hacerlo gritar.
Nunca había podido ver cómo lo hacían, pero las había oído multitud de veces hablar entre ellas, comparando tamaños, grosor y rigidez. Hablaban sin tapujos ni vergüenza, y no de la manera en que su madre las instruía a ella y a sus hermanas mayores cuando les explicaba cosas sobre el matrimonio y de lo que se esperaba de ellas. La única vez que les habló de sexo, les dijo que una mujer honrada nunca disfrutaba del sexo con su marido, y que lo único que debían hacer era tumbarse sobre la cama, separar bien las piernas, y dejar que su marido se aliviara rezando a Anaram, la diosa del hogar y la fertilidad, para que lo hiciese rápido y para que su semilla las dejase embarazadas lo antes posible, y conseguir así que las dejase en paz durante unos cuantos meses. Su finalidad como esposas era dar hijos; para aliviar los deseos y las necesidades de los maridos, ya estaban las concubinas.
Su padre Igrost tenía dos. Convivían con ellas en la zona de las mujeres, el harén, pero tenían sus propias habitaciones y nunca jamás se atrevieron a cruzar la invisible barrera que separaba sus dependencias de las de la familia, donde estaban Mayani, su madre, y sus dos hermanas.
Ella sí lo hizo una vez. Tenía mucha curiosidad por saber qué hacía su padre con aquellas dos mujeres, y se escapó de la vigilancia de Aulón para entrar en la zona de las concubinas. Lo que vio allí la dejó con más preguntas que respuestas.
Los encontró a los tres desnudos. Una de las mujeres estaba de cuatro patas, como un perro, y tenía a su padre detrás. La tenía cogida por las nalgas y la penetraba con su polla mientras a la otra, que estaba tumbada sobre su espalda y se cogía las rodillas con las manos, lo hacía con algo que, supo tiempo después cuando vio uno igual en el Templo, era un falo de madera pulida. Su padre gritaba obscenidades y ellas reían y gemían como si les gustara aquello.
«Pero madre lloraba», pensó recordando las veces que su padre acudía a sus habitaciones, que compartían con Mayani, y las echaba de allí porque quería disfrutar de su derecho matrimonial.
—Hay un esclavo nuevo —susurró una de las novicias mientras ella le frotaba la espalda para quitarle el sudor y la suciedad antes de entrar en la pequeña piscina—. He oído decir que es muy guapo y fuerte.
—Nobue lo ha visto cuando lo han traído. Dice que es alto y musculoso como un guerrero —dijo otra, y soltó una risita nerviosa—. Si su miembro hace honor a las proporciones, ninguna boca será capaz de tragárselo.
Enola nunca las comprendía cuando hablaban así. Era como si utilizaran una especie de código que solo las novicias podían entender. ¿Tragarse su miembro? ¡Qué cosa tan extraña!
—Pues yo creo que no podremos disfrutarlo —sentenció una tercera—. Un guerrero nunca se deja quebrar; ni siquiera las drogas podrán con su resistencia. Acabará consumiéndose y no nos servirá para nada.
—¡No seas agorera! —exclamó la primera que había hablado, con un tono de prepotencia en su voz que la hacía parecer muy segura de sí misma—. Seguramente es un mercenario, uno de esos hombres que luchan con las amazonas. ¡Claro que se rendirá! Son como animales, y en cuanto sea asignado a una de nosotras, capitulará a nuestras caricias.
—¡Dejad de cuchichear! —La orden, dada con voz imperiosa, las hizo callar. La sacerdotisa que la había dado acababa de entrar en los baños. Era Imaya, la sarauni del Templo, encargada de la supervisión de los esclavos—. Enola, sígueme. Tengo una nueva responsabilidad para ti.
Enola se levantó sin dilación y siguió a la sarauni por los corredores. Caminaba con la cabeza baja, como tenía que ser, y con las manos cogidas delante, en actitud de servilismo. Las Sacerdotisas eran orgullosas y castigaban el descaro con dureza. Atravesaron el patio, y cuando llegaron a la puerta que llevaba a la escalera que conducía a las mazmorras, Enola tembló.
—No te preocupes —intentó consolarla Imaya, pero su voz sonó tan fría que Enola sintió que se le encogía el corazón. ¿Había hecho algo malo e iban a castigarla? No lo creía, pero Yadubai, la Suprema Sacerdotisa de Romir, era muy caprichosa y nunca sabías cuándo habías hecho algo que la había molestado. ¡Qué diferente era de la anterior! Hacía dos años que la había sustituido en el cargo, y las cosas habían cambiado mucho para los sirvientes desde entonces.
Bajaron las escaleras y entraron en las mazmorras. Los dos eunucos que estaban allí de guardia se levantaron inmediatamente y saludaron con respeto a la sarauni, que les correspondió con una rígida inclinación de cabeza. Giraron a la izquierda, hacia una zona llena de celdas vacías, seguidas y escoltadas por los guardias que se habían unido a ellas, y caminaron hasta detenerse ante uno de los calabozos del que salían unos rugidos iracundos, acompañados de una sarta de improperios y amenazas que la puso mucho más nerviosa de lo que ya estaba.
Imaya hizo un gesto con la cabeza y uno de los eunucos procedió a abrir la primera puerta, la de madera, dejando a la vista al hombre que había en el interior, al que podía ver a través del enrejado de hierro que era la segunda puerta que las protegía. Estaba encadenado a la pared, completamente desnudo, y sangraba por varias heridas, una de ellas en la frente. Tenía el pelo rubio, largo y trenzado, aunque ahora estaba despeinado y sucio. Era delgado pero de músculos fuertes, y los tensaba tirando de las cadenas que lo sujetaban en un vano intento de liberarse de ellas. Cuando fue consciente que estaban allí, las miró con unos ojos azules, grandes y  acerados, que irradiaban furia. Su pecho, de pectorales marcados, subía y bajaba con rapidez al ritmo de su agitada respiración. La cintura estrecha daba paso a unas caderas y unas piernas fibradas. Los ojos de Enola se quedaron fijos en su miembro viril, de un tamaño bastante considerable; estaba enhiesto, apuntando hacia su propio ombligo, y rodeado por una tira de cuero que rodeaba y apretaba tanto la polla como los testículos.
Apartó la vista de allí con rapidez, alzando la mirada de nuevo hasta el rostro. Las cejas eran finas, casi parecía que se las depilara como hacían las novicias; la frente ancha, la nariz recta y el mentón anguloso, le daban un aire de imperiosa autoridad. ¿Quién era este hombre? Era un guerrero, de eso estaba segura. ¿Habría tenido razón la novicia al decir que seguramente era uno de los mercenarios que luchaban al lado de las amazonas? Era... apuesto, y Enola sintió algo, un cosquilleo extraño, que nunca antes había sentido. Se le alojó en la boca del estómago, y fue extendiéndose por todo su cuerpo.
—Maldita zorra —escupió el hombre en cuanto vio a Imaya—. Esto no quedará así. ¿Crees que no vendrán más? Sabrán qué habéis hecho y lo pagaréis muy caro. No pienses ni por un instante que ser sacerdotisas y estar en tierra sagrada va a libraros de la ira del Gobernador.
—Nadie sabrá nada, estúpido —contestó Imaya con frialdad—. Nadie sabe que estás aquí; nadie sabe quién eres en realidad. Y estos tres que están aquí —aclaró señalando a Enola y a los dos eunucos, burlándose— no contarán nada a nadie. Enola —dijo dirigiéndose a ella—, a partir de ahora tu único cometido es encargarte de él. Lo lavarás, le darás de comer, y le curarás las heridas; en definitiva, lo atenderás. Estás relevada de todas tus demás obligaciones hasta nueva orden. Vuestra misión —continuó hablando a los eunucos—, es hacerlo hablar. Hay muchas cosas que necesitamos saber, y sé —dijo mirando al prisionero—, que ahora mismo no dirás nada. Pero pasar unos cuantos días en las manos de estos dos expertos caballeros —se burló sin compasión—, hará que contestes a todas nuestras preguntas. Y en menos de una semana —dijo dando un paso hacia adelante y aferrándose a los barrotes de la celda mientras lo miraba con escarnio—, suplicarás para que te hagamos preguntas y poder así recibir tu ración de faulión.
Enola se estremeció. El faulión era un polvo que las Sacerdotisas sacaban de la faliata, una planta, y lo utilizaban con los esclavos más díscolos. Si se empleaba de forma moderada aplacaba la ira sin relajarles el cuerpo, lo que hacía que fuesen funcionales en todos los aspectos, y las novicias podían practicar con ellos sin temor. Pero si se usaba de forma continuada era altamente adictiva, y convertía a cualquier hombre en una sombra de sí mismo; los adictos lloraban, suplicaban, y eran capaces de cualquier cosa con tal de conseguir su dosis. Enola había visto los efectos dos veces en los cinco años que llevaba en el Templo, y en ambas ocasiones había sido un espectáculo horripilante. No le gustaría que se lo suministraran al prisionero, aunque no supo por qué la hizo sentirse molesta.
—Nos veremos en unos días, esclavo —se despidió Imaya, haciendo especial hincapié en la última palabra, dejándole claro al prisionero en qué posición se encontraba y que no debía tener esperanza alguna de salir de allí nunca más.
—Arderás en el infierno —contestó el prisionero—. Y yo te haré llegar allí con mis propias manos.
Imaya soltó una carcajada.
—Soy una Sacerdotisa de Sharí —dijo con altivez, levantando el mentón con orgullo—. Mi alma pertenece a la diosa. Jamás iré al infierno. En cambio tu... tú ya estás en él, y nunca, jamás, saldrás de aquí con vida.




[i] Rebab: Instrumento de cuerda frotada, expandido por el Magreb, Medio Oriente, partes de Europa, y el Lejano Oriente. Consta de un caja de resonancia pequeña, usualmente redonda, cuyo frente es cubierto con una membrana de pergamino o piel de oveja, y de un mástil largo acoplado. Posee una, dos o tres cuerdas. El arco es usualmente más curvado que el del violín.

[ii] Kahir: Título administrativo otorgado por el Emperador. Gobierna una ciudad y las aldeas que dependen de esta y, entre sus atribuciones, están las de impartir justicia y recaudar los impuestos. Está sujeto a la autoridad del Gobernador.

[iii] Sharí: diosa del amor y el placer sexual; de la pasión, de las artes y de la música. En sus templos se entrena a las huérfanas como novicias para convertirse en sacerdotisas. Son cortesanas muy caras, y con sus servicios sirven a la diosa y al templo.


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