Según las
cifras oficiales, hoy en día hay 300.000 niños y niñas que son utilizados como
soldados en todo el mundo, pero teniendo en cuenta que en la mayoría de países
en que se sigue esta práctica, no hay registros de nacimientos ni
identificaciones, es seguro que la cifra real es mucho mayor.
M.
tenía siete años cuando los mayi-mayi lo reclutaron a la fuerza. Volvía a su
casa de la iglesia local con otros niños, después de haber estado toda la tarde
peleándose con las letras y los números. El misionero siempre les decía que el
mejor camino para escapar de su miseria era el conocimiento, y él le creía.
Soñaba con un futuro mejor que el que tenía, un futuro en el que ni él ni sus
hermanos pasaban hambre, y en el que su madre tenía las medicinas que necesitaba
para combatir el VIH que le habían contagiado la última vez que la violaron.
Llegaron
con sus jeeps haciendo ruido, rompiendo el monótono zumbar de la naturaleza a
su alrededor. Intentó huir, corriendo desesperadamente, intentando fundirse con
las altas hierbas que flanqueaban el camino. Su corazón golpeaba furioso contra
su pecho amenazando con romperse. Los gritos de sus amigos atronaban en su
cabeza y era como si el ruido de los disparos quisieran hacer estallar sus
oídos.
Lo cogieron. Un
soldado que a él le pareció un gigante lo agarró por el cuello y lo arrastró
mientras se reía de su miedo. Pataleó, chilló y mordió, y lo único que
consiguió fue que le tiraran de una patada al fondo del camión donde sus
compañeros de colegio se habían acurrucado, y supo que nunca más volvería a su
casa.
Lo
llevaron a un campo de entrenamiento. Sólo tenía siete años, estaba asustado y
hambriento, y le enseñaron a golpes cómo utilizar un fusil para matar. Ni
siquiera se atrevía a llorar, no después de ver lo que les ocurría a los
débiles.
La
primera vez que tuvo que matar la sangre salpicó su cabeza. Se secó en su cara
y pasaron muchos días antes que pudiera lavarse. Pensaba en escapar pero ¿a
dónde podía ir? Después, la muerte se hizo algo habitual; los sentimientos
desaparecieron, y su corazón se endureció tanto que, cuando una ráfaga de
disparos le destrozó la pierna y fue abandonado a su suerte por sus “compañeros
de armas”, era un cascarón vacío. No luchó por sobrevivir. Ni siquiera sabía
quién le encontró y le llevó al hospital. Sólo tenía once años y había tantos
muertos sobre su conciencia, que ya había perdido la cuenta.
Pero ellos no se habían olvidado de él.
Ahora
tiene diecisiete años y los muertos siguen visitándole en sus pesadillas. No
hay noche que no le llamen, gritando su nombre, persiguiéndolo, preguntándole
por qué. No son los otros soldados a los
que había matado los que le rondan. Son los inocentes. Las niñas que había
visto violar, los niños que había ayudado a secuestrar como le secuestraron a
él, las madres que gritaban pidiendo misericordia para sus hijos cuando veían
que eran arrastrados a los camiones, reclutados a la fuerza, y que acababan
violadas entre las risas de los combatientes; los compañeros ejecutados de un
disparo en la cabeza por cobardes, las compañeras azotadas por negarse a follar
con sus superiores.
Se despierta
gritando, derramando todas las lágrimas que se habían acumulado a lo largo de
los años en que vivió en el infierno.
Muchas veces se
pregunta por qué no murió cuando le abandonaron, por qué se aferró a la vida
cuando no había nada para él más que dolor. No hay respuesta a esa pregunta, y
sólo le queda seguir adelante, dando un paso detrás de otro, sin esperar nada.
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