Dayan abrió los ojos y su primer impulso fue levantarse de la
cama. El dolor que sentía por todo el cuerpo lo hizo retroceder muchos años
hasta la época en que era un huérfano en el templo de Garúh, cuando las
pequeñas indisciplinas se pagaban con brutales palizas. Tardó un segundo en
darse cuenta que de todo aquello había pasado mucho tiempo.
Una cálida mano se posó sobre su hombro
y lo obligó a volver a acostarse.
—No tan rápido, machote —dijo con sorna
una voz femenina.
Erinni estaba allí a su lado. ¿Qué hacía
la sanadora allí? ¿Y por qué lo miraba con cara de preocupación?
—¿Te acuerdas de algo, Dayan? —le preguntó
con una sonrisa indecisa.
Dayan entrecerró los ojos y la miró
fijamente.
—¿Qué tengo que recordar?
—El motivo por el cuál estás postrado en
cama.
Dayan cerró los ojos y los cubrió con el
antebrazo, forzándose a dejar de mirarla para poder concentrarse, algo que era
imposible mientras tuviera ante él el rostro de Erinni. Esta mujer morena lo
dejaba sin aliento con una sola mirada.
Los recuerdos volvieron poco a poco.
Kayen, el gobernador de Kargul, había sido reclamado en Ciudad Imperial y había
tenido que partir. Kisha, la esclava de la que se había enamorado como un
tonto, había oído una conversación entre Yhil, el senescal de palacio, y la
princesa Rura, esposa de Kayen: en ella confesaban haber enviado a un asesino
para que lo matara.
Kisha había sido apresada y encerrada en
una mazmorra, pero no antes que pudiera enviar un mensaje a Dayan avisándole
del peligro. Dayan había rescatado a Kisha y la había escondido, dejándola al
cuidado de Erinni, ya que la habían torturado. Pero Yhil descubrió dónde estaba
y al intentar protegerla, Dayan resultó herido de gravedad.
Lo último que recordaba ver, era el
rostro de Kayen inclinado sobre él.
—Yhil casi acaba conmigo —dijo
avergonzado. Para un guerrero orgulloso como él, admitir una derrota no era
nada fácil.
—Tuviste mala suerte.
—La suerte no tiene nada que ver con
esto —replicó Dayan con irritación.
—La suerte tiene que ver con todo —contraatacó
Erinni dulcemente—. Ni siquiera los dioses pueden controlarlo todo, Dayan. No
pretendas poder hacerlo tú.
Dayan se removió inquieto en la cama y
la miró de soslayo. Erinni se rio con suavidad al verlo comportarse como un
niño malhumorado, y se sentó en la cama a su lado.
—¿Y Kayen y Kisha? –preguntó él,
queriendo cambiar de tema.
—Ambos están bien. Y antes que lo
preguntes, Yhil está encerrado en una mazmorra, y la princesa Rura, confinada
en sus aposentos.
—Bien.
No dijeron nada durante unos segundos,
mirándose en silencio. Ella esperaba más preguntas, y él se deleitaba
saboreando la belleza morena de esta mujer. Erinni tenía las manos sobre el
regazo y se rascaba inconscientemente el dedo pulgar.
—Es hora de mirar tu herida —dijo finalmente,
incómoda por la mirada escrutadora de él.
Dayan le devolvió una sonrisa traviesa;
había cambiado de registro y había emergido el Dayan seductor que hacía que en
el estómago de Erinni aletearan colibrís.
Desde el mismo instante en que lo había
visto por primera vez, en el patio de armas de palacio atendiendo a un soldado
herido, supo que aquel hombre iba a traerle muchos problemas para su salud
mental.
Era guapo como solamente un guerrero
podía serlo, con hombros anchos, espalda poderosa y brazos enérgicos. Llevaba
las piernas siempre enfundadas en unos pantalones de cuero que se pegaban como
una segunda piel, y las tenía ligeramente arqueadas, probablemente a
consecuencia de todos los años que había vivido a caballo. Normalmente llevaba
el pelo negro recogido en una trenza, pero durante las horas que había estado
inconsciente ella se había entretenido deshaciéndosela para que estuviera más
cómodo, y ahora se desparramaba sobre la almohada, acentuando considerablemente
su atractivo sexual.
La miraba con sus ojos verdes como el
jade y una sonrisa torcida, como si estuviera burlándose de ella. Erinni bajó
la sábana hasta dejar al descubierto el vendaje y pasó las manos con suavidad
sobre los abdominales para retirar con cuidado la tela que cubría la herida.
La piel de Dayan se estremeció con su
contacto y dejó ir un casi inaudible suspiro que la sorprendió.
—No voy a hacerte daño —le dijo con ternura
interpretando mal la reacción de él. Dayan se envaró, sintiéndose ofendido.
—No me asusta un poco de dolor,
hechicera. Estoy acostumbrado a él. —Mantuvo la sonrisa incólume, disimulando
la molestia que sintió al creerle ella un pusilánime. Teniendo en cuenta las
cicatrices que había visto en su espalda, a Erinni no le costó creer esa
afirmación—. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Tres días. Habías perdido mucha sangre,
aunque afortunadamente la daga no alcanzó ningún órgano vital. ¿Tienes hambre?
Dayan lo pensó mientras la observaba
manipular la herida descubierta. La limpió con delicadeza y volvió a aplicarle
el ungüento para evitar que se infectara.
—¿Y bien?
—No tenía hasta que lo mencionaste, pero
ahora me siento famélico. Y muerto de sed.
Ella se rio y su risa sonó a oídos de
Dayan como los cascabeles con los que adornaban las crines de los caballos cuando
entraban triunfantes en Ciudad Imperial después de una victoria. Cuando se
levantó de la cama para ir hasta la mesa y llenarle un vaso de agua, él se
deleitó con el balanceo de sus caderas voluptuosas.
Desafortunadamente para él, Erinni
vestía una falda larga de tela vasta que le llegaba hasta los pies, y un corpiño
cerrado hasta el cuello con mangas abullonadas que le llegaban hasta poco antes
del codo. Teniendo en cuenta las altas temperaturas que había durante el día en
Kargul, debía pasar mucho calor con toda aquella ropa encima.
Se la imaginó ataviada como una de las
esclavas de Kayen, el gobernador, con tules casi transparentes y mucha
pedrería. Su polla se tensó bajo las sábanas y emitió un gemido sordo. Con esas
caderas tan exquisitas, sus abundantes pechos y la piel morena casi dorada,
traería de cabeza a la mayor parte de la población masculina de palacio.
—¿De dónde eres? —le preguntó mientras
se incorporaba para poder beber sin derramar el agua—. Es evidente que no eres
de Kargul. Las mujeres de aquí no visten como tú.
Erinni se tensó ante la pregunta. ¿Por
qué Dayan quería saber su procedencia? Durante un segundo estuvo tentada de
decírselo, pero el buen juicio acudió en su ayuda.
—De aquí y de allá. He vivido en muchos
sitios en los últimos años.
No era mentira, pero tampoco toda la
verdad. Durante los últimos trece años había estado huyendo de su tutor, pero
no iba a confesarlo.
Dayan bebió, y ella regresó el vaso a su
lugar. Después se encaminó a la puerta mientras decía:
—Voy a la cocina a buscarte algo para
comer. Vuelvo en seguida.
Cuando Erinni salió, Dayan empezó a
pensar en Kayen. El gobernador, enamorado. Y de una esclava. Estando casado con
una princesa, nieta del Emperador, que además lo había traicionado enviándole
un asesino para acabar con su vida.
No, no envidiaba a Kayen en absoluto.
Las decisiones que se vería obligado a tomar no iban a ser precisamente
fáciles.
Por eso Dayan no se había casado nunca,
ni tenía intención de hacerlo. Las mujeres, en su mayor parte, eran traicioneras;
eso lo había aprendido siendo todavía un niño. Que tu propia madre intente
venderte a un tratante de esclavos cuando aún no has cumplido los ocho años, es
algo que a cualquiera lo dejaría tocado en ese aspecto.
Para Dayan, las mujeres estaban para pasar
un buen rato y después, si te he visto no me acuerdo. Por eso aprovechaba el
hecho de tener vía libre al harén de Kayen. Las mujeres que allí vivían sabían
qué se esperaba de ellas, y qué podían esperar a cambio, y nunca eran ni
palabras de amor ni promesas de matrimonio.
Matrimonio. La sola palabra producía en
Dayan un efecto de repulsa, como el vómito de un borracho, y por eso huía como
de la peste de todas las mujeres supuestamente decentes y solteras, pues lo que
esperaban de un hombre como él cuando las cortejaba, era una boda, y todas
tenían detrás una familia llena de hombres que velaban por ellas.
Erinni entraba en ese saco, y aunque no
tuviera familia en Kargul, con toda probabilidad la tendría en su lugar de
procedencia. Además, era una sanadora errante, y de su cuello colgaba el
medallón que la identificaba como discípula de Leigheas, el dios de la medicina
y la curación, una joya que la protegía tan eficazmente como una espada, pues
hasta los más depravados le temían al dios de las enfermedades. Todo el mundo
sabía que aquél que se atreviera a atacar a alguno de sus hijos o hijas, vería
terminar su vida de una forma rápida y espantosa.
Pero… por Garúh, la muchacha era hermosa
y despertaba en él los instintos más básicos.
Siempre que la miraba no podía evitar
imaginarla desnuda, en una cama, debajo de él (o encima), gritando de placer.
Era una visión que se repetía una y otra vez; e incluso en momentos como aquel,
en que estaba convaleciente en una cama sin fuerzas siquiera para ponerse en
pie, su polla se reafirmaba en su obsesión y se levantaba firme y dispuesta a
jugar.
Quizá debería aprovechar el rato que
Erinni tardaría en regresar y hacerse una buena paja. Estaba dolorido, y no
sólo por la herida, pero esa idea voló de su cabeza cuando la puerta se abrió y
entró Kayen.
—Ni se te ocurra intentar levantarte —le
espetó el gobernador cuando Dayan intentó hacer eso precisamente. El herido se
dejó caer de nuevo en la cama, de la que se había incorporado levemente,
emitiendo un gruñido.
—No estoy muerto —protestó.
—Pero te ha faltado poco, hermano —replicó
Kayen mirándolo con una pizca de ternura que desapareció rápidamente. Al fin y
al cabo eran hombres y guerreros: no se andaban con ternuritas entre ellos.
—Al infierno me hubiera ido con gusto
por haber permitido a Yhil apuñalarme como a un idiota. Debí haberme imaginado
que alguien como él llevaría un arma escondida.
—Pues yo me alegro que sigas vivo, así
que déjate de decir estupideces. Todos cometemos errores. Yo debí haberme
imaginado algo cuando Rura me suplicó que no me llevara a Kisha.
Cuando Kayen recibió la orden desde
Ciudad Imperial de dirigirse allí de inmediato, pensó en llevarse a su esclava
Kisha con él, pero Rura, su esposa, le suplicó que no lo hiciera, alegando lo
humillante que sería para ella. Lo quería en la cama a solas cuando el asesino
que había contratado fuera a por él en la oscuridad de la noche.
—Las mujeres nunca son de fiar —sentenció
Dayan.
—No todas, hermano. Kisha ha demostrado
con creces serme leal.
Después de la marcha de Kayen, Kisha
había oído hablar a Yhil, el senescal de palacio, con Rura, y ambos se jactaban
del plan de traición que habían puesto en marcha. La esclava a duras penas
consiguió enviar un mensaje a Dayan para que avisara al gobernador del complot
que se había puesto en marcha, y hacerlo casi le había costado la vida.
—La excepción que confirma la regla —refunfuñó
Dayan—. Y tú mismo pensabas como yo hasta hace unos días.
—Hasta hace unos días no sabía lo que
era estar enamorado.
A Dayan se le hacía muy extraño oír a su
amigo hablar así.
—¿Qué piensas hacer ahora?
Kayen se encogió de hombros,
despreocupado.
—Voy a repudiar a Rura, por supuesto. Y
cumpliré mi amenaza de enviarla al monasterio de las Hermanas Entregadas.
—¿Y si a su padre no le parece bien?
El rostro de Kayen se oscureció
profundamente.
—Entonces tendremos un verdadero
problema.
Cuando Erinni regresó al dormitorio de
Dayan, el gobernador estaba allí. Ambos hombres hablaban de algo que era
evidente que no querían que nadie supiera, pues se callaron en cuanto ella
entró.
—Excelencia —saludó a Kayen haciendo una
leve genuflexión y agarrando con fuerza la bandeja que llevaba en las manos.
—Sanadora —correspondió él.
Erinni entró decidida y dejó la bandeja
sobre la mesita que había al lado de la cama. Dayan tenía que comer para
recuperar las fuerzas, y no iba a permitir que la presencia de ese hombre tan
intimidante la apartara de sus obligaciones.
Ayudó a Dayan a incorporarse en la cama
y le puso varios almohadones en la espalda, ahuecándolos antes enérgicamente.
Él se tensó con su contacto, y Erinni pensó que había sido de dolor.
—Lo siento —le dijo y él le devolvió la
sonrisa.
—No pasa nada.
En realidad el dolor que sentía no era
en el costado. Tenerla tan cerca había vuelto a poner en solfa la erección que
se había ido deshinchando al hablar con Kayen. El olor de su pelo era a hierbas
refrescantes y a tierra mojada, y cuando le rozó el hombro con sus pechos no
pudo evitar tensarse de anticipación.
Cerró los puños con fuerza, recordándose
que Kayen estaba presente y que Erinni no era el tipo de mujer tras el que
corría. De otra forma, ya la tendría en la cama desesperada por su toque.
—Tú eres la sanadora que cuidó de Kisha.
—Sí, Excelencia —contestó Erinni
mientras ponía delante de Dayan la bandeja. Intentó darle de comer, pero él la fulminó
con la mirada mientras agarraba con resolución el bol con la sopa y la cuchara.
Ella se resignó a tener las manos desocupadas y se giró hacia el gobernador,
que la miraba con curiosidad.
—¿En qué escuela te graduaste?
—En Bató, excelencia.
—Eso está muy lejos de Kargul. ¿Por qué
has venido hasta aquí para ejercer tu talento?
“Porque vine huyendo de mi tutor, que
quiere imponerme un matrimonio que me resulta repugnante”.
—Las sanadoras vamos allá donde somos
más necesarias, excelencia.
Demasiado tarde se dio cuenta que sus
palabras podrían interpretarse como un reproche, incluso ser insultantes. Kayen
era el gobernador de Kargul, y sobre sus espaldas recaía la responsabilidad de
gestionar los recursos de la provincia, incluida la salud de sus habitantes.
—Toda ayuda es bienvenida, sanadora. —Erinni
respiró tranquila. Kayen no se lo había tomado a mal—. Y estoy en deuda contigo
por lo que hiciste por Kisha. ¿Hay algo que pudiera hacer por ti?
Erinni se atrevió a mirarlo a los ojos
por primera vez, y vio sinceridad allí. Realmente quería recompensarla.
—Sí hay algo, Excelencia. En mis días
libres acudo a ayudar en un pequeño hospital que hay en el barrio norte. —Al
oír esas palabras, las manos de Dayan se cerraron con fuerza. El barrio norte
era el más pobre y peligroso de la ciudad; estaba plagado de prostíbulos, casas
de juegos u tabernas de mala muerte, y era donde se escondían los delincuentes
más peligrosos—. Está ubicado en unas antiguas caballerizas que se están
cayendo a pedazos, y nos faltan camas, sábanas y toda clase de utensilios. Su
generosidad en forma de donativo sería muy bien recibida.
Kayen la miró y sonrió ante la valentía
y el altruismo de esta mujer. Podría haberle pedido cualquier cosa para ella
misma, pero lo hacía para beneficio de otros a los que ni siquiera conocía.
Asintió con la cabeza.
—Me ocuparé de ello.
—Gracias, Excelencia.
—Y tú procura descansar, Dayan. Vendré a
verte más tarde.
Erinni hizo una genuflexión cuando el
gobernador abandonó la habitación. Se giró y se encontró con la mirada
furibunda de Dayan.
—¿Estás loca, mujer? —le preguntó—. ¿El
barrio norte? ¿Sabes lo peligroso que es?
Erinni cogió el medallón que colgaba de
su cuello y que la señalaba como sanadora de Leigheas, el dios de la medicina,
y lo levantó para que Dayan pudiera verlo con claridad.
—Esto me protege —afirmó con rotundidad.
—Un medallón no te protege de nada.
—En eso te equivocas, machote. Todo el
mundo en el Imperio nos reverencia como dadoras de vida, incluso los asesinos.
Ninguno se atrevería a atacar a una sanadora.
—¿De veras crees que si alguien decide
atacarte, un simple medallón lo detendrá?
Dayan parecía incrédulo ante esa
afirmación, y habló con una condescendencia que a Erinni la puso de los
nervios.
—No solo lo creo, sino que ya ha
sucedido. ¿De veras crees que en mi camino hasta aquí, no he pasado por ninguna
dificultad?
—Los caminos del Imperio son seguros.
Kargul es diferente. Hay núcleos rebeldes que…
—Que también son heridos y caen
enfermos. Nos necesitan. Y en esta provincia no es que abunden médicos y
sanadoras. Nunca matarían a alguien como yo.
—Quizá no —le concedió—. Pero matarte no
es lo único que pueden hacerte. ¿Secuestrarte? Eso sería mucho más probable.
¿Cuánto crees que pagarían por alguien como tú en las zonas que no están
gobernadas por el Imperio? Una sanadora con tus capacidades, y que además es
hermosa.
Erinni lo miró, derritiéndose
involuntariamente. “Que además es hermosa”.
¿Dayan pensaba que era bonita? ¿Por qué eso hacía que le temblaran las rodillas,
le sudaran las manos, y sintiera una extraña inquietud en la parte baja de la
barriga?
Carraspeó, intentando ganar algo de tiempo
para recuperarse del aleteo en el estómago y de las furiosas palpitaciones de
su corazón.
—No irás más al barrio norte sola,
Erinni. Eres una sanadora de palacio. A partir de ahora, yo te acompañaré.
Waaaww..... pon un Dayan en tu vida!!!! Xd
ResponderEliminarMe encanta el inicio!!!
Pues si te encanta el inicio, lo que sigue te va a hechizar jujujuju
EliminarToma,toma vaya par!!!!!! Que interesante....
ResponderEliminarVaya par de dos patas para un banco jajajajjaja
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