Cuando Kisha entró en el salón del palacio de Kargul estaba asustada.
En el gran pórtico de entrada los guardias la miraron de arriba abajo
con actitud prepotente, y cuando sus escoltas les explicaron que la
enviaban de Romir, y que era un regalo para el gobernador, sus ojos la
apreciaron con lascivia. Quizá pensaban que después que el gobernador
terminara con ella, podrían ponerle las manos encima. Saber cuál era su
destino no la alivió en absoluto. Aún tenía muy presente en su memoria
las palabras del kahir de Romir:
—El gobernador de Kargul está muy
descontento con nosotros. Las cosechas no han sido todo lo buenas que
esperaba y la única manera de aplacar su ira es enviarle una esclava que
lo satisfaga. Tú eres la más hermosa de nuestras hijas, y además has
sido educada por las sacerdotisas de Sharí.
Sharí era la diosa de
la fecundidad y la pasión, y todas las huérfanas como ella eran enviadas
a su templo para que las sacerdotisas las educaran, igual que los niños
eran entregados al templo de Garúh, el dios de la guerra, y entrenados
como soldados para servir al Imperio. En el templo de Sharí, las niñas
eran adiestradas para satisfacer los apetitos sexuales de los hombres, y
sus servicios eran muy demandados por la élite gobernante, los únicos
que podían pagarlos, además de los grandes guerreros.
Kisha sabía
cómo complacer en la cama a un hombre, aunque nunca había estado con
uno. Por eso la enviaban. El desvirgar a una servidora de Sharí era algo
que costaba mucho dinero, y solo los más
ricos podían permitirse
el lujo. Por eso, los ciudadanos de Romir, metrópoli que había sido
arrasada y conquistada por el ejército del Imperio cinco años atrás, la
enviaban a ella al gobernador de Kargul para aplacar su ira: su
virginidad era un regalo digno de un rey.
En el harén del
gobernador la recibieron con reticencia. Había muchachas muy hermosas,
pero ninguna era como ella. Todas tenían el cabello oscuro y la piel
como la canela, pero ella era de Romir, y destacaba por su piel clara
como el nácar y su cabello rubio como el oro. La delicadeza de sus
miembros
la hacía parecer casi de porcelana.
La bañaron y la
untaron con aceites. Estaba acostumbrada a eso. En los baños del templo
era una práctica común. Las novicias como ella ayudaban a las
sacerdotisas a prepararse para los rituales de fertilidad, y después
siempre se asistían entre ellas. Las manos de las mujeres untadas de
aceite, pasando
suavemente sobre pechos y pubis afeitados, eran
altamente estimulantes. Muchas acababan entregadas a la pasión después
de esos intercambios, y los gritos de placer inundaban los corredores
que rodeaban los baños.
Después de prepararla adecuadamente, la
vistieron con suaves gasas de oro y plata que cubrían su cuerpo
completamente pero que, al ser transparentes, dejaban a la vista toda su
belleza. Después le colocaron el collar que la convertía en propiedad
del gobernador.
Pertenecer a alguien. No sabía si aquello le
gustaba o no. Las servidoras de la diosa no pertenecían a ningún hombre,
pero ella iba a ser una excepción. Todas las amigas que había hecho
durante los años que había pasado en el templo y que habían dejado de
ser novicias para ser servidoras no tenían dueño. Seguían viviendo en el
templo y solo lo abandonaban cuando sus servicios eran requeridos.
Pocas veces permanecían fuera del templo más de una noche. Pero ella iba
a ser diferente. Nunca iba a regresar porque ahora pertenecía al
gobernador.
El collar era hermoso. Un torque labrado en oro en
forma de serpiente, el tótem de la familia del gobernador, rodeaba su
cuello. Tenía la boca abierta y se mordía su propia cola. Los ojos eran
dos rubíes. Era algo excepcional que a una esclava le pusieran una joya
como aquella. Se había dado cuenta de que el resto de mujeres del harén
simplemente llevaban uno de metal simple.
El ama del harén le echó
un vistazo en cuanto terminaron de prepararla y, después de dar el
visto bueno, indicó a los eunucos que la llevaran hasta el gran salón
donde iba a ser presentada al gobernador.
Y allí estaba, temblando
bajo la escrutadora mirada de este hombre que había asolado Romir y del
que decían que era un hombre cruel. Los cortesanos la examinaban con
igual avaricia que lo habían hecho los guardias de la puerta, y sabía
con la misma seguridad que todos esperaban ser los ganadores de sus
favores en cuanto el gobernador se cansara de ella. Todos sabían que en
el palacio de Kargul era una práctica habitual el ceder los servicios de
ciertos esclavos adiestrados a cambio de favores, y todos esperaban
poder tener algo que el gobernador quisiera para pedir a cambio a Kisha,
aunque fuera por una sola noche.
—Así que tú eres el regalo que me prometió el kahir de Romir.
Kisha
se mantenía con la cabeza gacha, la mirada fija en las puntas de sus
propios pies, y las manos recatadamente unidas por delante.
—Sí,
excelencia —contestó. Aún no se había atrevido a mirar hacia el hombre
que le había hablado aunque se moría de ganas de hacerlo. La voz le
pareció profunda y seductora, pero con un toque de crueldad que le erizó
el vello de la nuca.
—Mírame.
La orden sonó tajante y la voz resonó en las altas bóvedas del salón. Kisha obedeció y vio por primera vez al gobernador.
Era
guapo. Mucho más alto que la media de los hombres que había visto hasta
aquel momento. Anchos hombros y fuertes brazos que lo delataban como el
guerrero que era. Tenía el pelo largo y negro
como una noche sin
luna y su piel canela brillaba bajo la luz del sol que entraba por los
altos ventanales. Tenía un mentón prominente y una nariz aristocrática, y
torcía los labios en una sonrisa sarcástica mientras la miraba con unos
profundos ojos grises como una tormenta. Vestía unas calzas anchas de
color verde musgo enfundadas en unas botas de cuero negro, y su cintura
estaba rodeada por una faja de satén rojo cuyos extremos colgaban a un
lado. Llevaba el pecho desnudo, adornado con un gran medallón que
indicaba la posición que ocupaba en la estructura del Imperio, y que
reposaba sobre un torso lampiño y musculoso. Los fuertes bíceps estaban
apresados por unas esclavas de cuero que remarcaban lo potentes que
eran.
Era un hombre físicamente muy poderoso, y atractivo, y Kisha
sintió que sus pezones se endurecían mientras su coño se humedecía ante
aquella visión. Quizá no iba a ser tan duro servir a un amo como él.
Había pensado que el gobernador sería un hombre seboso y de carnes
fláccidas. Desde luego, no esperaba a un hombre como este.
—¿Me tienes miedo, esclava?
—No, excelencia —contestó deleitándose con aquella visión mientras sentía que la respiración se hacía cada vez más pesada.
—¿Por qué? —Había verdadera curiosidad en aquella pregunta. Era un hombre que estaba acostumbrado a que todos le temieran.
—Soy
una propiedad valiosa, excelencia, y vos sois un hombre inteligente. No
dañaríais algo inapreciable sin un buen motivo, y yo espero no dároslo.
El gobernador sonrió apreciando la honestidad de la contestación, que además lo halagaba.
—Estoy
complacido contigo, esclava. ¡Ama! Que me espere en mis aposentos. Esta
noche descubriré si la fama de las servidoras de Sharí es merecida o
no.
Kisha esperó media hora, completamente sola. Aprovechó
para admirar los aposentos del gobernador. Había una enorme cama de
cuatro postes, con dosel y cortinas de terciopelo rojo. Las sábanas eran
de satén blanco, suaves al tacto. Había una chimenea para ser usada
durante las noches frías de invierno, y delante de ella, un diván. Las
paredes estaban recubiertas con tapices de seda y oro, y unos ventanales
daban a una inmensa terraza llena de exóticas plantas, desde la que se
podía ver la inmensa ciudad de Kargul, con sus almenas doradas
centelleando al sol. Unas cortinas de gasa nívea revoloteaban al compás
de la brisa que penetraba, y otras de terciopelo rojo estaban sujetas a
ambos lados del ventanal abierto.
Salió a la terraza y se asomó.
Debajo, los jardines de palacio se extendían a un lado y a otro, llenos
de plantas exóticas que nunca había visto, probablemente traídas de
lejanas ciudades. Las palmeras repletas de dátiles ofrecían sombra a lo
largo de los diferentes caminos que bordeaban los parterres que ofrecían
un arco iris multicolor, y llenaban el aire de una fragancia dulce y
sabrosa.
Apoyados en una de esas palmeras, una pareja de jóvenes
amantes se abandonaban a sus caricias, y a pesar de la lejanía a Kisha
le pareció que hasta ella llegaban los suspiros de los dos. Se besaban y
acariciaban con ardor, y cuando la chica se agachó y engulló la polla
de su amante con la boca, Kisha notó que su sexo se humedecía y sintió
la necesidad de mover una de sus manos bajo la túnica transparente y
empezar a acariciarse la vagina. Se mordió el labio conteniendo un
gemido, y aceleró las caricias igualando el ritmo de las chupadas de
aquella mujer sobre la polla del hombre. El día olía a dátiles y rosas, y
olió su propio deseo. Hasta se imaginó que percibía el aroma del sexo
desde tanta distancia.
La otra mano vagó hasta sus pezones y se
pellizcó mientras se imaginaba las demandas de aquel hombre. Más fuerte,
más rápido... Kisha pudo sentir cómo se construía su propio orgasmo,
envolviéndose en su interior más y más rápido. Vio como el hombre
agarraba la cabeza de su amante y la obligaba a engullirlo completamente
para estallar en un orgasmo devastador que lo obligó a empujar una y
otra vez en aquella boca jugosa. Kisha no tardó ni un segundo en sentir
que su propio clímax se precipitaba a través de su cuerpo como el viento
ardiente del desierto. Su cuerpo se estremeció cuando continuó
acariciándose, alargando el orgasmo...
Unos fuertes brazos la
rodearon por detrás. Kisha se quedó paralizada, con el corazón
palpitante y la sangre corriendo ardiente, mientras su mente, aturdida
por el orgasmo, luchaba por entender qué pasaba. El cuerpo aún temblaba
por el clímax y un miedo repentino se añadió a sus convulsiones.
—Ese
es el Jardín de las Delicias —dijo una poderosa voz susurrando en su
oído, un murmullo ronco que envió una extraña emoción directamente a su
corazón—. En él se reúnen los amantes para intercambiar besos robados y
caricias ilícitas.
Ella no podía moverse. Los poderosos brazos que la rodeaban se lo impedían. A duras penas podía pensar.
—También
envío aquí a mis guardias privados, cuando les quiero hacer un regalo
especial. —El tono era tan bajo, rico y sensual que las rodillas de
Kisha se debilitaron—. Y ellos agradecen mucho poder gozar de los
favores de algunas de mis esclavas. Míralos —ordenó. La pareja de
amantes clandestinos habían intercambiado las posiciones. Ahora era él
el que estaba de rodillas y lamía con ansiosa necesidad la vagina de la
esclava—. ¿Te excita verlos?
Kisha asintió con la cabeza, incapaz
de hablar, y aguantó la respiración cuando la mano del gobernador se
movió por su abdomen hacia sus muslos para deslizar los dedos sobre el
montículo y en su hendidura mientras ella observaba como el amante
desconocido en el jardín se levantaba del suelo y se posicionaba entre
los muslos de la mujer, y la penetraba de una sola estocada.
—Mmm,
liso. Me gusta una vagina bien afeitada. —La voz del gobernador era un
susurro de seda mientras le acariciaba el clítoris—. Maldición, estás
muy mojada. —Deslizó los dedos en su interior—. Y muy apretada. Mi polla
se sentirá muy bien enfundada ahí dentro.
Un grito ahogado se izó
en el interior de Kisha ante la increíble sensación de esos dedos
dentro de ella, y la polla dentro de las calzas presionando con dureza
contra su culo.
—¿Qué crees tú, esclava? —La mano voló hacia su
clítoris, acariciándolo, y Kisha gimió sin poder evitarlo—. Me apuesto
lo que quieras a que también sabes deliciosamente.
Kisha tembló como un tifón cuando el gobernador le acarició el cuello con los labios, presionando sus firmes labios.
—Hueles a coco y a sexo. —El gobernador movió los labios hacia detrás de su oreja, y ella se estremeció—. Perfecto para comer.
Los
sentimientos licenciosos se alzaron y enroscaron por todo el cuerpo de
Kisha. Una y otra vez el gobernador la acariciaba y murmuraba palabras
eróticas en su oído, hasta que el orgasmo más intenso que hubiera
sentido alguna vez detonó en su interior. Un grito de placer rasgó el
aire, su cuerpo se estremeció y se meció contra el gobernador mientras
él continuaba acariciándola, alargando el clímax hasta que ella no pudo
aguantar más.
Nunca había sentido algo así. En todo el tiempo que
había estado en el templo de Sharí, abandonándose a las caricias con sus
compañeras novicias, ninguna de las bocas o las manos que la habían
acariciado la había llevado tan lejos.
—Ex...celencia —atinó a
murmurar. Tenía las manos fuertemente agarradas en la baranda de mármol
de la terraza, pero solo se sostenía en pie porque él la tenía bien
sujeta con su poderoso brazo. No sabía qué quería decir, ni siquiera
sabía qué debía
decir. Después de tantos años de entrenamiento en protocolo, se encontraba sin palabras—. ¿Gracias?
La risa retumbó contra su espalda.
—Hay una manera de darme las gracias mucho más agradable para mí, esclava.
Tiró
suavemente de los prendedores que sujetaban la túnica de Kisha, y esta
se cayó al suelo, arremolinándose en un charco a sus pies. La suave
brisa que provenía del desierto acarició sus pechos y los pezones se
arrugaron en unos preciosos guijarros.
—Date la vuelta.
La
orden imperiosa fue proferida con suavidad. Ella se giró y quedó frente a
un amplio pecho musculoso, dorado por el sol y marcado por algunas
cicatrices que no había visto antes, durante la recepción en el salón,
probablemente a causa de la distancia que los separaba. Alzó la mirada
con atrevimiento, y se encontró con unos ojos oscuros como el chocolate
caliente que la miraban con apreciable deleite.
—Arrodíllate y tómame con tu boca.
Kisha
se arrodilló, obediente, y abrió los pantalones deshaciendo los nudos
de seda de la bragueta para envolver los dedos alrededor de la polla del
gobernador. Su pelo brillaba como oro bajo la luz del sol. Arremolinó
la lengua sobre la cabeza del pene. Las caderas del gobernador se
arquearon y deslizó las manos en el pelo de Kisha, incapaz de estar sin
tocarla. A duras penas podía recordar cómo se respiraba mientras miraba
los labios sensuales deslizarse por su polla, engulléndolo
completamente. Su boca se sentía caliente y húmeda, mucho mejor de lo
que se había imaginado cuando la vio en el salón.
Sus ojos se
encontraron mientras ella seguía moviendo los labios con cuidado, arriba
y abajo por la polla. Kisha movió una mano hacia los testículos,
jugando con ellos con suavidad mientras que la otra mano seguía el
movimiento de su boca.
Él cogió los mechones dorados entre sus
dedos y apretó los dientes con fuerza. En respuesta, ella hizo un
zumbido con la garganta. La vibración ardió por su pene como un fósforo.
Sus testículos se prepararon y la ingle se apretó cuando la sensación
lo lanzó al borde y lo llevó a un orgasmo explosivo.
Las manos del
gobernador se aferraron al pelo de Kisha cuando el clímax se fue
apagando y su polla seguía aún en la boca. Ella nunca lo dejó ir. Siguió
succionando hasta habérselo tragado todo, y habría seguido haciéndolo
si él no la hubiese obligado a abandonar.
Respiraba con
dificultad. El sudor refrescaba su piel. Cuando él le sonrió
abiertamente, Kisha se lamió los labios como un gato que se limpia las
últimas gotas de leche.
Él le acarició la mejilla con el dorso de
la mano, complacido. Después se separó de ella y, sin decir una palabra,
se guardó la polla dentro de los pantalones y abandonó el dormitorio.
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