Cuando Kisha entró en el salón del palacio de Kargul estaba asustada.
En el gran pórtico de entrada los guardias la miraron de arriba abajo
con actitud prepotente, y cuando sus escoltas les explicaron que la
enviaban de Romir, y que era un regalo para el gobernador, sus ojos la
apreciaron con lascivia. Quizá pensaban que después que el gobernador
terminara con ella, podrían ponerle las manos encima. Saber cuál era su
destino no la alivió en absoluto. Aún tenía muy presente en su memoria
las palabras del kahir de Romir:
—El gobernador de Kargul está muy
descontento con nosotros. Las cosechas no han sido todo lo buenas que
esperaba y la única manera de aplacar su ira es enviarle una esclava que
lo satisfaga. Tú eres la más hermosa de nuestras hijas, y además has
sido educada por las sacerdotisas de Sharí.
Sharí era la diosa de
la fecundidad y la pasión, y todas las huérfanas como ella eran enviadas
a su templo para que las sacerdotisas las educaran, igual que los niños
eran entregados al templo de Garúh, el dios de la guerra, y entrenados
como soldados para servir al Imperio. En el templo de Sharí, las niñas
eran adiestradas para satisfacer los apetitos sexuales de los hombres, y
sus servicios eran muy demandados por la élite gobernante, los únicos
que podían pagarlos, además de los grandes guerreros.
Kisha sabía
cómo complacer en la cama a un hombre, aunque nunca había estado con
uno. Por eso la enviaban. El desvirgar a una servidora de Sharí era algo
que costaba mucho dinero, y solo los más
ricos podían permitirse
el lujo. Por eso, los ciudadanos de Romir, metrópoli que había sido
arrasada y conquistada por el ejército del Imperio cinco años atrás, la
enviaban a ella al gobernador de Kargul para aplacar su ira: su
virginidad era un regalo digno de un rey.